ANA MARÍA
MANCEDA
DERRUMBE Y
OTROS CUENTOS
Prologo
Constancia,
dedicación y búsqueda puede ser la síntesis de estos ocho años, tiempo en que
Ana María Manceda descubrió un apasionante oficio, el de escribir.
“Derrumbe”
no es un cuento más porque con él ganó el primer premio del concurso "2008
DE ARTE Y LETRAS" de la Editorial NOVELARTE. CÓRDOBA. ARGENTINA Que le
permite así acceder a su primera publicación en la que solo ella participa con
sus obras.
Pero
más de 30 antologías, varios premios, cantidad de publicaciones en páginas web
en todo el mundo dedicadas a la literatura,
marcaron estos últimos años.
Comenzó
en el año 2000, en mi taller literario, por eso conozco sus comienzos y se de
su esfuerzo de superación y de la evolución que sin duda ha logrado.
¿Qué
más puede esperar un escritor que premios y reconocimiento? Ser leído, esto es
lo que nos marca a fuego y nos alienta a seguir adelante.
“Derrumbe”
es un libro que encierra varios cuentos que muestran una atmósfera intimista,
conflictos de soledad y de encuentros, indicios de otra de sus pasiones: el
medio ambiente y el destino del planeta, y una constante búsqueda del escritor
que requiere de precisiones y realidades que se funden en una ficción que nos
permite a través de la creación de personajes,
dejar expreso nuestro propio pensar.
Ana
María Manceda, muestra realidades en “Derrumbe”, sentidos patagónicos que
quienes compartimos el hábitat conocemos, pero los transmite con un don
especial que nos lleva a entrar en los personajes que tienen una historia
profunda.
Si
hay algo que la distingue es el rechazo por la banalidad, transitando el camino
hacia un estilo que permita llegar a la plenitud de su creación.
No
es sencillo plasmar historias, es más difícil que imaginarlas. Pero más difícil
es aún, dejar de corregirlas antes de
darlas a la luz. Decía Borges que con las correcciones podría haber escrito
cientos de libros más y así es, la perfección es en este caso una de las
variables que aporta la escritora, porque encontrar la palabra exacta no es
sencillo y crear un cuento que tenga coherencia y verosimilitud tampoco lo es.
El
género nos permite soñar, fantasear y dejar en la página que inicialmente
estuvo en blanco, una historia y ella debe ser elegida por el lector y como
decía Poe, un maestro del cuento, si se lee de una sentada mejor.
Así
de intrincada es la creación, así de apasionante es para Ana María Manceda a
quien el lector podrá conocer, disfrutar e identificarse con su obra.
Graciela
Vázquez Moure
Periodista.
Escritora
Coordinadora
Taller Literario
San Martín De
Los Andes
Neuquén.
Patagonia Argentina.
Imagen de
tapa; Salvador
Dalí (surrealismo)
La persistencia de
la memoria (1952-54)
DERRUMBE:
_Tome un mate y coma una torta frita, por ahí se le va esa
cara tan seria, usté es muy preocupada.
-¿ Te parece? Y ella se rió.
Al devolverle el mate la miro, Blanca tiene la risa
más cristalina y sonora que he conocido.
Es como el sonido de las aguas del
bosque que caen en cascada. Es el paisaje de la infancia de Blanca ¿Tendrá que
ver? ¿Será mi
desarraigo, esos pedazos de pieles arrancados a la vida, la nube que produce mi
expresión preocupada?
-Tenés razón
Blanca, las tortas están exquisitas, en mi tierra son distintas, flaquitas, no usamos levadura, éstas son más
ricas. ¿Así que lo de la casa va viento en popa?
-
¡Ajá! Va bueno doña Eugenia, quería invitarla para el
domingo ¿Podrá ir?
-
Sí por qué no, iré por la mañana debo regresar
temprano, luego me encierro a corregir los trabajos de mis alumnos, el lunes
los tengo que entregar.
Cuando
terminó su rutina se despide. La veo salir por el sendero hacia la calle.
Contradicción. Me siento feliz de quedar sola con Yuko, mi perro labrador, por
otra parte siento su ausencia. Podíamos
estar largos ratos sin hablar, cada una
en sus quehaceres, por ahí yo emito
alguna frase para provocar su opinión y ella carga con esa lógica aplastante
que no la da ningún libro. Estoy bien, mañana arribará de nuevo, debe atender a
sus hijos.
El
espejo me devuelve la cara de una mujer cuarentona y melancólica. Me excuso.
Dejé todo. Familia, paisaje, olores, historias. Todo quedó a dos mil kilómetros
de distancia y a dos mil años de ausencias. Llegué al sur, a la Patagonia, tratando de empezar una nueva vida, pero uno
viaja con su mochila. Siempre. Del Atlántico al Pacífico, tan solo me separa de
sus playas la Cordillera
de los Andes, solo eso. De todas maneras siento sus vientos en este pueblo de
bosques, lagos y montañas. Y también las lluvias y la nieve.
Hora de clases._ Profe, Profe ¿Cómo saco en el mapa los kilómetros de
distancia con la regla? Me perdí.
_ ¡Mm! Prestá atención, fijate en la escala, si te
indica milímetros los pasamos a centímetros y más menos colocamos la regla
sobre los puntos que queremos investigar.
Según los centímetros sabremos la cantidad de kilómetros
¿Estamos?
El trabajo nos había llevado dos semanas. Era una investigación de las
posibles consecuencias ambientales que en
nuestra región ocasionarían los
ensayos nucleares en una de las islas del Pacífico. Teniendo en cuenta que ésta zona es sísmica y
volcánica, cualquier presión de esa envergadura sobre las placas tectónicas del
continente que se expanden debajo del océano podría producir deslizamientos y
consecuencias graves. Las conclusiones
de la investigación irían adjuntas a una petición de suspender los ensayos
nucleares al Gobierno y a la embajada del
país que produciría las explosiones atómicas. Este tipo de trabajos les
apasionaba a mis alumnos, se sentían protagonistas y a mí me permitía dictar la materia Geografía de una manera dinámica a la vez de
crear conciencia ecológica. ¿Nos
responderían? Dictar clases en una
escuela secundaria estatal en estos pueblos alejados de la Capital era un placer.
Arquitectura adaptada al rigor climático, calefacción en todas las aulas.
Concurren alumnos de clase media, baja y media alta. Hace poco abrió un colegio
privado, bueno, semi-privado, ya que tienen subsidio del Estado. Hacia allí
emigró una pequeña población de alumnos de clase media alta y de los que
quieren ser. Cuotas caras y estima social. Así es. Pero se perdieron de
realizar el trabajo ecológico, hasta el momento solo lo hacemos en la escuela
estatal.
¿Qué le importa a los privados que la Placa de Nazca se deslice
debajo de la Sudamericana
y provoque terremotos? ¿ Lo sabrán?
Domingo. Salgo a las once de la mañana, es otoño y la temperatura está
bajo cero. Me dejo llevar por Yuko, tira fuerte de la correa. El paisaje es una
ceremonia de colores, el crujido de las hojas, repito en mi mente, solo es una
muerte transitoria, mi melancolía es una muerte transitoria, debo vivir, vivir.
A medida que voy subiendo las laderas veo el pueblo, mezcla de edificios
modernos y casas antiguas ¿Cómo las percibo? Sus chimeneas emiten el humo de
las costumbres heredadas de los viejos hogares.
Lo moderno es tener calefacción a gas, pero el olor a Ñire quemado
invade una historia cálida de colonos; boers, franceses, alemanes,
ingleses, argentinos de provincias norteñas
e indígenas, originarios dueños de estas tierras. Olores, siempre olores
atados a los recuerdos. Aquí no están los míos. Abajo, no tan lejos, el lago,
azul, verde, y el sol jugando a las escondidas en los bosques. Hay troncos caídos, admiro los
líquenes que se adhieren como un tapiz a su corteza. Sé de la importancia de estos seres como
índices biológicos de la pureza del aire. Aire oxigenado. En las grandes
ciudades ya no se ven, excepto en las ramas muy altas de los árboles. A veces.
Estoy
llegando, las casas del plan social se ven casi terminadas, hay más, muchos más troncos caídos, han desmontado
la ladera para poder edificar. Los terrenos son fiscales, la discusión está a
que jurisdicción pertenecen, si a la provincia o a Parques Nacionales. La gente
necesita las viviendas pero es indudable que los políticos necesitan los votos
y no se detienen ante nada. Este desmonte va a traer graves consecuencias.
Me recibe la algarabía de los chicos. Risas, gritos,
la oscuridad del lugar, el suelo helado y la pobreza se desdibujan ante las
caras coloradas.
-
Señora Eugenia ¿Se queda a comer?¿ Se queda hasta la
tarde? Me pregunta Pedro, el mayor de los hijos de Blanca. Lo acaricio, le doy
la bolsa con los regalos. Se acercan sus hermanos y otros chicos vecinos.
Dentro de la casa, al lado de la cocina a leña
charlamos con Blanca. Pedro y sus hermanos entran y salen, desesperados por
comer las golosinas antes del almuerzo. Se escucha el ruido d las sierras
eléctricas.
-¿Siguen desmontando Blanca?
-Y sí, necesitamos espacio, además para tener un poco de sol, esto es muy
oscuro.
_ No deja de ser peligroso, los árboles fijan el suelo
y equilibran el ciclo del agua. En la época de lluvias se va a lavar ese suelo,
pueden ocurrir desmoronamientos.
-
¡Qué va! A nosotros no nos dijeron nada.
No opiné más. No tenía derecho. Estaba tan ilusionada
con su casa. Miré por la ventana, el cerro estaba ahí nomás, era un paredón de
rocas amenazantes, debían hacerles una contención. ¡ Basta de preocupación! A
disfrutar con esta querida familia. Luego del guiso exquisito, el postre, la
caminata por la zona y la felicidad de los chicos, regresé a mi casa con un
Yuko agotado, igual que yo, nos acompañó
una caída violenta del sol tras los cerros y el frío que se adhiere
insobornable, imagino el horizonte y el dulce atardecer de la llanura, rojo
recuerdo. Llegamos, los hijos de Blanca son una cálida esperanza. Fue un día pleno.
Y la
época de lluvias comenzó, alternadas con fuertes nevadas. Reino de los turistas
esquiadores. Pueblo de postal, hacia el este, cerros boscosos con pistas de
esquí. Hacia el oeste cerros boscosos, oscuros, con humildes casas, en el
centro el valle y la ciudad. Paisaje bello, incoherencia social. Todo sucede
bajo las mismas estrellas.
Comienzo de Primavera, se advierte la nueva estación por los brotes de
las plantas, aún sigue nevando. En esos días sopló la felicidad en la casa,
Pedro venía de forma asidua a hacer las tareas mientras su madre terminaba la
rutina diaria. Se entusiasmaba con mis libros, de manera especial con los
libros del cosmos. Le daba algunas explicaciones sencillas del origen y
evolución del universo. Blanca se ponía contenta, decía que iba a sacar un
científico del chico.
-
Usté es tan cariñosa con los niños Doña, debería tener
su hombre, no es bueno que la mujer esté sola.
¡Hay Blanca! Ella sí estaba sola, con tres niños que
mantener. Quizás la equivocada era yo, ella había logrado la eternidad, a pesar
del abandono de la familia por parte de su hombre.
A
mediados de octubre se armó revuelo en
el colegio, nos habían llegado respuestas del Congreso de la
Nación y del país involucrado en les ensayos
nucleares. Por distintas leyes se había realizado el TRATADO DE PROHIBICIÓN
COMPLETA DE LOS ENSAYOS NUCLEARES en el CONGRESO DE COLOMBIA 2001. Nos enviaron
el tratado y agradecimiento por nuestra participación. Por supuesto nuestro
pedido no fue determinante ya que hace
años venían tratando el tema en las Naciones Unidas con resoluciones previas, pero para nosotros
fue motivo de orgullo saber que
estábamos en la buena senda de estudio de la compleja temática ecológica.
Era una
tarde agradable, el sol comenzaba a entibiar la atmósfera y algunos pájaros se
animaban a trinar recibiendo la luz de primavera. Pedro tomando la merienda, su
madre vendría a buscarlo más tarde, debió quedarse en su casa pues los
albañiles tenían que terminar la habitación de los chicos. Una herida rompió el
equilibrio, las sirenas de los bomberos comenzaron a sonar alertando un
incendio o un accidente. Intuición. Llamé a la radio, pregunte qué sucedía. La
primera reacción es la parálisis del cuerpo y la mente. Derrumbe. Había
ocurrido en el nuevo barrio de las casas sociales,
en las laderas de los cerros que dan al Oeste. Cuando
reaccioné tomé a Pedro, mi cartera y pedí un taxi. El chófer no sabía más que
lo comentado por la radio ¿Habría heridos? Nos dejó en la zona baja. Ya estaban
las ambulancias cargando gente en camillas. Todo era un pandemónium. Tomados de
las manos con Pedro subimos la cuesta, de mi boca salían palabras estúpidas,
para brindarle calma pero el chico lloraba. Al llegar a la casa de Blanca vimos
que estaba intacta pero las casas vecinas tenían destruidas algunas partes.
Había heridos, algunos muy graves. Entre la multitud vimos a Blanca, comenzamos
a gritar, nos vio y vino hacia nosotros corriendo, a su lado los hermanos de
Pedro, llorando. Nos abrazamos, temblaba. Por seguridad no podíamos entrar, era
posible que las rocas caídas del paredón sin contención hayan debilitado alguna estructura de la construcción. A la hora del crepúsculo
nos fuimos hacia mi casa. Hasta que no estén seguros que no correrían peligro y
hecha la contención de las rocas, vivirían conmigo.
En
ese tiempo descubrí que a pesar de mi mochila y mis dos mil años de ausencias
había encontrado una familia. El Doña Eugenia de los chicos lo sentía cien
veces por día, sonaba a música. Para fin
de año, al momento de brindar tuve una luz en mi terco cerebro. No era bueno
que una mujer esté sola. Suspiré feliz, Yuko, recostado, miraba alerta a los
chicos, como esperando un ataque. Blanca se ríe de sus pícaras ocurrencias y el
hecho de estar compartiendo la fiesta con sus hijos. Y yo, quizás aprenda a aceptar esta nueva vida ,
aunque el parásito de la nostalgia esté muy cómodo viviendo en mis entrañas..***********************
“EL LOCO DE LAS ESTRELLAS” ( mención de honor y
editado en antología “ Mundo
poético” Editorial Nuevo Ser. Buenos Aires. 2003.
AUTOR: ANA MARÍA MANCEDA
Por primera vez en mi vida
me siento mortal. Ahora viajo por la cornisa de mi destino presintiendo el
abismo de la muerte ¡ Yo, que creí estar cerca de Dios! Año tras año entre las
paredes del laboratorio; fórmulas, telescopios, complejos sistemas
computarizados. Las madrugadas nos sorprendían a Ricardo y a mí, analizando,
discutiendo, filosofando sobre la extraordinaria energía que captábamos a
millones de años-luz. Necesito contarlo, dejarlo escrito, porque lo que me
ocurrió demuestra que el poder más asombroso que tiene el hombre es lograr
gobernar su mente, irónicamente con mi cerebro tan trabajado no lo pude hacer.
He comprobado que un linyera tiene más sabiduría y equilibrio para errar por
este mundo que mi propia persona.
Hace seis meses mi colega y amigo murió, la ciencia tan avanzada no pudo
con su enfermedad. El dolor que experimenté fue tan terrible que trataba de
enmascararlo, evaluando de manera sistemática el poder de los virus, esas
partículas que son un eslabón entre los seres vivos y lo inorgánico y de cómo
pudieron vencer un cerebro tan evolucionado como el de Ricardo. En el momento
que él murió sentí, el crak. Nosotros, hombres maduros, estábamos cerca de
llegar a la comprobación de la
Singularidad del Universo. Estos estudios nos elevaban a una
claridad de pensamiento que rozaba la religiosidad, sentíamos que estábamos
cerca del secreto de Dios. Luego, todo se derrumbó, fue nuestro propio Bing-
Crash.
Pasaron los meses, el trabajo quedó estancado, ya no podía seguir solo.
Comencé a deambular por la ciudad. No sé por qué extraña razón evadía los
lugares mundanos y glamorosos para internarme en las zonas más oscuras,
insondables, miserables de la noche. Yo, que venía de un universo que brillaba
desde el origen del todo, me arrastraba en la oscuridad total, pero a la vez
sentía el impacto de algo nuevo, asombroso. Comencé a sentir el dolor y el
placer de mi carne, a experimentar la sensualidad de la obscenidad. Me rebelé
contra mi estilo de científico atildado y fui logrando cambios en mi aspecto
antes de vagabundear por la zona prostibularia de la ciudad, hasta conseguir
una verdadera metamorfosis. Mi mujer y mis hijos no notaron mi transformación,
para ellos yo seguía hasta el amanecer con el rito de la investigación. Y, a mi manera, estaba descubriendo no el origen
del universo, sino lo que pasa en la vida
subterránea de nuestra sociedad.
Llegaba a mi hogar con un agotamiento total. Me dolían las piernas por
los tacones altos, la cara me ardía de tanto fregarla para sacarme el
maquillaje y el sentido de culpa por la vejación sexual comenzó a ser
reemplazada por el placer. Perdí el temor al rechazo social y cada noche era un
desafío, no quería ni justificarme ni culparme. Era dueño de mi vida, de mi destino. A veces, en soledad me
preguntaba si no estaba en la búsqueda del desafío final, la muerte. Conocí el
cinismo, la mentira, la abyección. Cuando el cansancio me vencía y un atisbo de
angustia comenzaba a germinar, buscaba a mi nuevo amigo, el linyera y juntos
recostados sobre el puente, paliando el frío de la noche con un té caliente al
lado de una pequeña fogata, mirábamos las estrellas. Me admiraba su sapiencia
empírica respecto al cosmos. Pude saber
de bellezas y conocimientos que jamás hubiera sospechado. Pero estos momentos
especiales terminaron a los pocos meses,
mi amigo decidió seguir por otros
caminos. No tengo más deseos de escribir, vacié mi existencia.
Con el tiempo Alberto desapareció, la búsqueda por parte de la familia
fue angustiosa. El mundo científico quedó conmocionado. Mientras esto ocurría,
los linyeras se reunían bajo el puente, como en congreso, para escuchar las
historias del vagabundo sobre la amistad y las constelaciones. La harapienta
comunidad lo llamaba “ El loco de las estrellas”
Un invierno muy crudo el vagabundo fue
hallado muerto. Entre sus harapos sólo tenía un cuaderno con extraños relatos
sobre la muerte de un tal Ricardo, datos
del cosmos, apuntes sobres virus y una
foto en la que se veían a dos científicos de espaldas mirando una gigantografía
en la que se destacaban estrellas muy brillantes. Curiosamente, algunas
constelaciones parecían figuras de ángeles mutilados.***
POSICIONES RELATIVAS
SELECCIONADO POR EDITORIAL DUNKEN, BUENOS AIRES 2007,
PARA LA ANTOLOGÍA
“ LO QUE LLEGA A LA PLAYA”
Hay
un dicho popular “ Qué vas a hacer Ñato, cuando estás abajo todos te fajan”
pero la historia de Jacmél desdice esta aseveración.
Sucedió en la
Martinica, Jacmél, nieto de esclavos, trabajador del azúcar,
fue condenado a prisión de manera injusta, el culpable del delito había sido el
hijo del patrón. Desde su cárcel bajo tierra, se lamentaba en creóle de su
amargo destino, añoraba su vida libre,
sus días de pesca a la sombra de los bosques tropicales, sus noches de amor cuando la luna indiscreta se metía entre
los follajes de la selva y el estupor de la oscuridad. Pero una tarde de Mayo
de 1902 la tierra tembló, en la superficie un viento violento precedió a la
invasión de la nube ardiente; el Mont Peleé había erupcionado. En pocos minutos
esta nube mató casi a los treinta mil habitantes de Saint Pierre, esta nube
portadora de venenos, creadora de rocas y mortal para la humanidad, arrasó con
los pecadores, los inocentes, los bellos, los feos, los pobres, los ricos, los
niños, los viejos. Jacmél y sus compañeros de prisión sobrevivieron por
estar abajo de la catástrofe. Ahí
también se cumplieron las reglas del Caos. La fuerza de la naturaleza no tiene
principios humanos.****
LA DANZA DE LAS
PALOMAS.
. SELECCIONADO POR CERTAMEN INTERNACIONAL PARA
ANTOLOGÍA “POETAS Y NARRADORES CONTEMPORÁNEOS 2007” EDITORIAL “ DE LOS
CUATRO VIENTOS”. Buenos Aires 2007.
Lili
giraba, su falda ondulaba como las alas de las palomas que seguían su
vertiginoso bailoteo. De sus manos caían
sembrando de luz las semillas que alimentarían a las más
sagaces y apresuradas. Esos momentos
eran los más felices del día, luego venían las obligaciones del orfanato, el
aseo, los estudios, la rígida disciplina. Lo único que la perturbaba en su
vuelo de libertad era la mirada de un mendigo que solía acurrucarse en la
entrada de coches que daba al patio del convento y la miraba conmocionado. La
imagen de Lili dando de comer a las palomas mientras ejecutaba su danza desde
una música inasible y misteriosa lo fascinaba. Pero ella seguía con su ritual,
sabía que era inofensivo. Cuando las
campanas de la iglesia sonaban a mediodía terminaba la magia del juego. El padre Jaime bajaba desde la torre,
donde tenía sus habitaciones, la tomaba de la mano y juntos se iban al
encuentro de las otras huérfanas, era la hora del almuerzo. El mendigo sentía
que el sol se opacaba, la jornada perdía su brillo, las palomas ya no danzaban,
deambulaban sin dirección, emitiendo sonidos irritantes para luego cobijarse en
los techos del orfanato y la cúpula de la iglesia.
Los
años pasaron, el mendigo vio el máximo esplendor de la niña en su juventud, sus
juegos con las palomas parecían una bella pintura de la primavera. Pero había
algo discordante en esa serie de imágenes que él había observado durante años,
cuando el padre Jaime venía a buscarla ya no la tomaba de la mano y ella transmitía la rigidez de una estatua,
sumisa iba junto a él, la oscuridad del
día comenzaba en ese instante. Con el tiempo sintió que el brillo se
ensombrecía cada vez más hasta que dejó
de verla. Pero él seguía allí, esperando la misericordia de los
transeúntes. Con el tiempo las palomas
se fueron apoderando de todos los techos del edificio, hacían insoportable la
vida de los habitantes del orfanato y de la iglesia que se situaba en su
interior, durante el día cubrían todo el patio de piedra en el que otrora Lili
jugara feliz. Lo que no cambiaba en ese paisaje denso y agobiado eran las
campanadas de la iglesia, como ignorando los hechos sucedidos en esos años.
Una
noche de tormenta se sintió crujir el
techo de la habitación de Lili, carcomido por el tiempo y las palomas, asustada
bajó a pedir ayuda al padre Jaime cuyas habitaciones se encontraban en el piso anterior al suyo,
el padre corrió por las escaleras, temiendo que cayera parte de la techumbre.
La joven subió tras él, cuando entró en la habitación vio al hombre asomado a
la ventana, el estruendo de los rayos y el estrépito causado por el
desprendimiento del alero de la ventana en su choque contra el patio de piedra
la aterrorizó, en un instante intuyó el infierno que tanto le habían inculcado
en los años de orfandad, años que sesgaron
su inocencia, su libertad. Ese hombre vestido de negro, inclinado hacia el
lugar donde ella creyó atisbar un mundo de esperanzas, iluminado por la luz de
los relámpagos, se le asemejó al demonio. Resuelta, inmutable, serena, se
acercó y con toda la fuerza que le daba
el odio almacenado en su cuerpo, lo empujó.
El
viejo mendigo, contraído, resguardado bajo el pórtico, vio la figura
de un ave gigante, encendida su negrura por las luces de la tormenta,
volar de manera azarosa y
frenética, hasta verla horrorizado estrellarse contra las piedras. Sintió un
intenso frío interior, como el frío vacío de una época que huía. El ruido del
cuerpo al caer quedó mitigado por las campanas de la iglesia que comenzaron a
tañer, anunciando las doce de la noche. Las palomas, obcecadas en sus sombras,
estaban quietas y en silencio. ***
“ LOS JAZMINES TAMBIEN PERFUMAN LA OSCURIDAD” Mención
de Honor en concurso “1° CONVERGENCIA NACIONAL DE CUENTOS JUNINPAIS 2002)
Editado en antología Editorial”EDICIONES DE LAS TRES LAGUNAS”.
Junín.Pvcia.Buenos Aires.
El calor la asfixiaba. Desde el patio le llegaba el aroma de los
jazmines del país, penetrando y perfumando su piel. Se oía la estridente
sinfonía que producía el croar de las ranas. Corrió suavemente la cortina de
encaje; la negra Tomi, como Rosarito la llamaba, cruzaba su pesada silueta por
entre las vasijas repletas de flores y esquivando diestramente el aljibe, hacía
equilibrio con una gran fuente repleta
de pasteles que tenuemente brillaban de almíbar._ Seguramente los lleva para
las habitaciones de la servidumbre, allí entre murmullos y suspicacias sobre la
vida de los patrones, entre risas pícaras y bebiendo chocolate o tés de yuyos
humeantes, vaciarían la bandeja, las muy diablas, pensó la joven.
La oscuridad iba cubriendo la ciudad,
Rosarito apagó las velas del candelabro y con una amplia capa negra se tapó el
primoroso camisón de blancas puntillas que cubría su juvenil cuerpo. Su pelo
castaño quedó oculto bajo la capucha del abrigo. Salió sigilosa, la noche
nublada presagiaba lluvia, nada le importaba, su ilustre Tata estaría charlando
y bebiendo licores con sus amigos en la sala, dejando caer miradas lascivas
sobre las caderas y pechos de las púberes esclavas. Su religiosa madre rezaría el rosario, arrodillada ante el altar
que dispuso en su cuarto, rogando por la bendición de la virtud de su hija.
Se adentró por las calles barrosas, desoladas, apenas iluminadas. Sentía
la libertad en su cuerpo y en su alma. Salía a sentir la vida. Los olores eran
más fuertes lejos de las rejas y los muros de su poderosa familia. Las risas, el sonido de los tamboriles,
reemplazaban a las tertulias de intrigas
políticas que predominaban en su casa.
Quedaban en otro espacio, distantes,
el sonido de su piano, el aleteo de los abanico de las damas que tapaban el rubor ante un
comentario indiscreto, el rum-rum de las sedas y satenes, deslizándose por los
brillantes baldosones.
Luego de andar unas cuadras, sintió unos pasos que se le aproximaban, su
cuerpo se estremeció, creyó desfallecer y se apoyó contra un viejo portal. Los
pasos se acercaban, luego el silencio. Todo era oscuro, pudo sentir el olor y
la calidez de ese cuerpo tan deseado que a su vez quedó impregnado del perfume
a jazmines de la joven. Las blancas puntillas resaltaban aún más entre las
caricias de las oscuras manos de José. El torbellino sensual de los
movimientos y las quedas palabras
amorosas fueron aquietando la pasión, de
manera sutil regresó el silencio, solo quedaba
la débil vibración de las respiraciones entrecortadas.
El regreso fue escondido, ligero. La llovizna cómplice atenuaba el poco
ruido que producían los pasos juveniles. Ya dentro de la casa, al pasar por la
habitación de la negra Tomi, escuchó la música y las risas. No soportó dejar de
compartir y sin dudarlo abrió la puerta y entró. Las negras transformaron sus
caras de alegría en las de terror, Rosario les hizo un gesto de silencio con su dedo índice sobre su
besada boca y un ademán como que sigan la fiesta y la fiesta siguió. La niña
tomó un pastel almibarado y lo comenzó a saborear plácidamente, mientras Tomi
le alcanzaba con sus morenas manos una taza de humeante té. Se miraron, Tomi le
sonrió y Rosarito satisfecha de tanto placer observó que la negra tenía la
misma sonrisa que su hijo José.***
“ QUERIDOS AMIGOS”
EN ANTOLOGÍA JUNÍNPAÍS 2007
La tarde tibia y luminosa era
una fiesta. Ya se sentía en el aire el
típico olor a azahares y los gorriones aturdían desde la arboleda de la calle
siete. Octubre en La Plata,
Anouk iba hacia el encuentro de Michael, estos nombres la divertían, había sido
una propuesta del profesor de la Alianza Francesa
que cambiaran sus nombres por seudónimos
franceses, ellos aceptaron. Michael estaba esperándola en el Café, sentado en una de las mesas de la
vereda, con sus ojos verdes chispeantes de picardía, como asegurándole otro
encuentro divertido. Se saludaron y la tarde estalló de primavera. Tenían que
repasar lecturas y memorizar poesías; Sartre.. .Jacques Prévert. Las risas
interrumpían los estudios como
compitiendo con el bullicio que producían los gorriones. En un momento de extraño silencio la mesa se fue oscureciendo,
toda la energía fluía en cámara lenta. Una sombra se interponía entre el sol
del atardecer y la mesa repleta de libros, cafés, puchos y las juveniles
siluetas. Levantaron la vista; altanera, inmensa, doña Teresa los miraba desde su altura de
matrona adinerada, envuelto su gordo cuello
con cadenas de oro. Una niña de unos doce años, de aspecto humilde,
estaba a su lado, haciendo equilibrio con los paquetes de las compras de la
doña. Saludos corteses, miradas huidizas y ahí partieron la matrona y
su pequeña víctima. Ni bien se alejó la extraña pareja, la risa estalló
entre los amigos, luego prosiguieron sus lecturas. Llegando a la Alianza reconocieron a lo
lejos la figura alta y con tendencia a
la obesidad de Amelie. La querían mucho, era una treintañera con mohines de
adolescente, solidaria y buenaza. Amelie los esperaba ansiosa, necesitaba de
ellos, eran su salvación, ese fin de semana organizaría un té en su
departamento del cual sería invitado especial el hombre por el cual, según
ella, estaba rechiflada. Alberto era
maestro, morocho y ayudante de un cura en una villa de emergencia, su madre,
doña Teresa, lo detestaba. Si ellos iban ayudarían a Amelie a distraer a su madre
y aflojar tensiones. Por supuesto los amigos aceptaron, no sin gastarle bromas
y pidiéndole la tarta de frutillas de la cual Amelie era especialista.
Llegaron cuando el sol jugaba a
esconderse tras la fronda de los tilos. No quisieron esperar el ascensor,
subieron los dos pisos tomados de la mano, entre saltos y comentarios risueños.
En un momento Anouk sintió como que algo la afligía, giró la cabeza hacia atrás
y le pareció percibir que una sombra grotesca iba hundiendo los escalones por ellos
pisados, fue un segundo, la angustia desapareció al llegar al elegante
departamento. Al sonar el timbre abrió la puerta la chiquilla-víctima. Los
jóvenes amigos miraron con ternura a la patética presencia vestida con delantal
y cofia de puntillas, entraron a la sala donde se serviría el té. Como siempre
estaban tentados por la risa, pero debieron admitir en su fuero íntimo que el
departamento estaba decorado con muy buen gusto, donde se mezclaban objetos
antiguos y modernos de alto valor. Se sentaron e inmediatamente entró doña
Teresa, elegante, dominante, en su mano portaba una campanilla de plata, sus
dedos estaban adornados con anillos de oro, uno de los cuales lucía un zafiro
cuyo brillo azulado parecía querer hipnotizarlos. Al sentarse hizo sonar la
campanilla, como aparecida de la nada llegó la chiquilla con masas y confites.
Al rato arribó Alberto y Amelie radiante salió a recibirlo. Su atuendo escapaba
del buen gusto dado el tipo de invitados y la hora de la reunión, el vestido de lamé resaltaba su gruesa figura, pero su
cara parecía competir con el brillo de la tela, irradiando una luz que solo
provoca el amor.
Alberto, de manera apasionada, comentaba los problemas sociales de la
villa. Anouk pensaba que a pesar de las ricas tortas, la suave melodía, la
elegancia del lugar y algunas risas de compromiso, era un sufrimiento estar en
esa jaula de oro de atmósfera surrealista. Con Michael aceptaron una copa de
Jeréz, milagrosa bebida que aflojó un poco la tensión que fluía en el lugar. De
pronto, Alberto, siempre espiado, despreciado, por la mirada atenta de doña
Teresa, comenta que pidió una licencia de seis meses en el colegio para
acompañar al Padre en un trabajo social
en el Noroeste. Pobre Amelie, se apagó, se marchitó y su madre se
iluminó. La fiesta no daba para más, Alberto se despidió, con un dejo de
dignidad Amelie lo acompañó hasta el ascensor, cuando regresó parecía
destruida. Los amigos aprovechaban para
retirarse pero su compañera les pidió que se quedaran un rato más_ Les
traigo los poemas de Prévert, ya vuelvo.
Otra copa de Jeréz y la charla se hizo amena; películas, actores,
pinturas. El tiempo pasó, Amelie no regresaba. La niña fue enviada a buscar a
la señorita, sus compañeros ya se retirarían. Un chillido de terror invadió la
casa, corrieron hacia el interior, la chiquilla estaba al lado del ventanal que
daba por medio de un balcón hacia la calle, se fueron acercando. Anouk,
asustada, se aferraba al brazo de su amigo. La doña, que había llegado primera
al balcón, se balanceaba como una masa sin sentido. De una de las ramas más
gruesas de un añoso Tilo, pendía el cuerpo ahorcado de la desgraciada Amelie.
Una atmósfera de irrealidad rodeaba a la escena, lo único que escapaba de la
tragedia eran las frondas de los árboles que se tocaban por el susurro de la
brisa, dejando pasar las luces de neón que iluminaban la silueta inerte de
Amelie.
Pasaron los años, otra juventud, otras sombras recorren la calle siete,
pero siempre en cada primavera resurge el canto de los gorriones que habitan su
arboleda, como festejando juveniles risas y los sonidos fantasmales de poéticas
voces que recitan poemas de Prévert :
“... Y después dormirnos, despertarnos, padecer,
envejecer.
Dormirnos de nuevo. Soñar con la muerte. Despertarnos,
sonreir y reir
y rejuvenecer...”*********************
LOS VIENTOS DE LA DIMENSIÓN AZUL
seleccionado por editorial DE LOS
CUATRO VIENTOS ,Bs.As.. Argentina para Antología “POETAS Y NARRADORES
CONTEMPORÁNEOS 2007)
Las hábiles manos manipulaban los tiestos dispersos sobre la arena,
luego la arqueóloga se sentó en cuclillas y con su carpeta de croquis sobre las
piernas comenzó a dibujar con trazos seguros el material encontrado. Su cuerpo
en tensión disfrutaba concretando en el papel lo hallado en el sitio. Isabel se
enjugó la frente, el calor comenzaba a ser insoportable, la arena brillaba con
ese resplandor alarmante que anunciaba el fuego. Al levantar la cabeza sonrió a Enrique, éste
sacaba fotos, Uriel merodeaba por el lugar observando y haciendo anotaciones.
Experto y eficiente el grupo sabía que era eje fundamental la tarea de campo
que estaban realizando, la etapa final se realizaría en el laboratorio.
Al caer la noche el equipo rodeó la hoguera mientras comían las
exquisiteces preparadas de Don Ramón, el cocinero. Isabel estaba muy cansada
como para participar de la enérgica charla que sostenían sus colegas, los
admiraba profundamente, eran sus maestros. Enrique y Uriel discutían técnicas
de datación, cronologías posibles...todo apasionante, pero como era esperado
subieron el tono al seguir confrontando conocimientos. Parecían dos pavos
reales en celo, los dos con justificados galardones académicos, lanzaban una
retahíla de frases intelectuales de
profusos conocimientos que agotaban la mente de los que escuchaban. La luz que
emitían las llamas iluminaba los rostros de estos viriles y cultos hombres que
compulsaban sus intelectos. De pronto, los gladiadores, discutiendo sobre el
descubrimiento de los restos de Abbeville, en Francia, hecho por el cual los historiadores marcan el final
de la Prehistoria,
no recuerdan el nombre del científico que realizó el hallazgo, seguramente
iba haciendo efecto el buen vino,
Isabel dijo_ Boucher de Perthes. Se hizo
un silencio absoluto, la miraron como si estuvieran descubriendo que una
vaquita de San Antonio pudiera hablar. Luego de la sorpresa proyectaron el
trabajo del día siguiente, le dieron instrucciones a Isabel respecto a los croquis
que realizaría y la cena terminó.
La joven durmió poco, estaba ansiosa por las tareas que faltaban
realizar, los resultados de la prospección, observaciones y demás estudios les
daba esperanzas de hallar las piezas arqueológicas tan buscadas. Fueron tres
años de preparación con planteos teóricos, organización rigurosa previos al
viaje y la agotadora recaudación del dinero para financiar la expedición. El
objetivo principal era el descubrimiento de una de las riquezas arqueológicas más importantes de las últimas décadas. Aún
más, cambiaría las teorías sobre la antigüedad
de las culturas de las poblaciones originarias, como corolario la gloria
para estos extraordinarios arqueólogos y por lo tanto para ella como integrante
del grupo.
Al amanecer los integrantes del campamento comenzaron su
febril actividad, pero un contratiempo oscureció el entusiasmo. Uriel amaneció
descompuesto por un ataque biliar. El científico tuvo que quedar al cuidado del
cocinero en el campamento, los demás debían seguir con el trabajo y en busca de sus objetivos. Durante el
trayecto hacia el sitio arqueológico ocurrió otro suceso que trajo gran
disgusto al equipo. Enrique ante una imprudencia incalificable, ya que conocía
perfectamente el terreno, se dislocó un tobillo, fue atendido inmediatamente,
el dolor no cedía. Tuvieron que armar una carpa de emergencia con las
comodidades necesarias para que descansara, de todas maneras él insistió en
trabajar clasificando los datos hasta ese momento obtenidos. El resto del
equipo, dirigidos por Isabel, siguieron con la expedición hasta llegar al lugar
de excavación.
La carpa de Enrique no estaba lejos y el arqueólogo divisaba desde su
cómoda pero enojosa postura, la actividad de sus compañeros. Cada tanto Isabel
lo saludaba con la mano y él le contestaba levantando el pulgar para darle
ánimo. El trabajo era difícil, estaban en la parte más delicada, la arqueóloga
sentía el peso de la responsabilidad, los croquis que ella realizaba ahora los hacían alumnos aventajados de la
carrera, otros sacaban las fotos, todos trabajaban manera incansable y con
pasión. La tierra arenosa se deslizaba suave por las espátulas y los utensilios
de los trabajadores. En algunos momentos
Isabel no podía concentrarse, pensaba con ternura en los dos guerreros en
reposo obligado y luchaba contra el pánico que le produjeron las circunstancias
que la había llevado a tener la responsabilidad de la expedición.
Al atardecer, cuando la arena y los rostros se habían coloreado de un
reflejo rojizo, Isabel tocó de manera cuidadosa una superficie porosa, miró a
sus compañeros, su gesto puso en alerta al equipo que comenzó a preparase como
para una cirugía de alta complejidad. No tenían conciencia del tiempo, cuando
el sol iba desapareciendo la arqueóloga levantó en sus manos una maravillosa
vasija cuyas figuras zoomorfas brillaban con un espléndido colorido bajo la luz
crepuscular. Como si fuera una ceremonia religiosa la levantó lo más alto que
pudo en dirección donde estaba recostado Enrique. Las lágrimas inundaban su
cara, vio a lo lejos el pulgar de su maestro y hubiera jurado que también
estaba llorando.
Ya restablecidos, Enrique y Uriel tomaron las riendas de la
investigación. En esos días llegaron reporteros científicos, el campamento
derrochaba entusiasmo y energía. Una tarde, Isabel sintió la necesidad de
quedar a solas en el lugar de la excavación donde habían encontrado la pieza
tan valiosa, el sol pegaba ardiente y ella acariciaba la arena como si fuera
polvo sagrado. Pensaba en el éxito de la expedición, en sus colegas, en la exaltación que los
dominaba y sentía que la emoción ahogaba su garganta. Quiso pensar en su
familia, pero las imágenes se difuminaba, como si viajaran en otra dimensión.
Sintió que el calor la agobiaba y a la vez como si alguien estuviera
acompañándola en el lugar, al levantar la vista se encontró con la figura de
una anciano indígena de piel moreno-rojiza, párpados muy arrugados en los que
se destacaban dos líneas de brillante oscuridad. Una voz sonora de una acústica
antinatural se escuchó en un espacio que Isabel no podía delimitar._ La nave
viaja con sus vidas y con sus muertos ¿ Porqué hollar las tierras de reliquias
sagradas? Isabel lo miraba sin miedo, absorta. El anciano prosiguió._ Respira el aroma que
mezclan los vientos de arena que juegan en círculo. No pueden salir al espacio,
sal tú y azul será tu destino.
Regresó al campamento como en trance, por el momento no iba a comentar
sobre el misterioso encuentro, pero sabía que no podría dejar de regresar al
sitio.
Por esos días llegó la familia de Enrique, su mujer se pavoneaba
orgullosa, como si hubiera participado del proyecto. El hijo era un émulo de su
madre, molestando a todo el mundo con sus impertinencias. Se sucedían las
charlas sobre el descubrimiento en la que participaban los científicos,
técnicos, periodistas. La mujer de Enrique se lucía comentando anteriores
investigaciones de su marido en las que ella había colaborado, todos se
preguntaban de qué manera. A Isabel le resultaba insoportable la mujer, decidió
dar unas vueltas por los alrededores, faltaban pocos días para terminar el
trabajo y levantar el campamento.
Al pasar las horas, el grupo advirtió que la arqueóloga no había
regresado, se pusieron en alerta y comenzaron a buscarla. Se dispersaron
estratégicamente pero los resultados fueron infructuosos. Recién al atardecer,
cuando la arena todavía reflejaba la luz del sol y la luna llena iba apareciendo
en otro ángulo del cielo, Enrique llegó al sitio del yacimiento. Sentía cierto
temor, algo no era normal, como si el espacio y el tiempo no respondieran a la
sucesión de fenómenos que ocurrían en los alrededores.
Uriel y los demás componentes de la búsqueda llegaron al rato. Les
extrañó ver a Enrique, parado, inmóvil, mirando la arena en la zona de
excavación. Se acercaron, temerosos. Isabel yacía acostada sobre la arena, una
brisa levantaba partículas formado
círculos que la rodeaban como moldeándola, el pelo extendido se confundía con
el color del desierto. Del inerte cuerpo surgía una suave radiación azulada y
su cara otrora tan joven y bella parecía
la de una anciana.***
***“ EN EL PUEBLO DE LOS GINKGO BILOBA”. SELECCIONADO
PARA ANTOLOGÍA.EDIT.NUEVO SER.2003.
El sol amenaza arder sobre las dunas. La hilera de seres harapientos se
desplaza sobre la arena. Es gente aún joven y fuerte, entre ellos hay niños, de
rasgos bellos, se puede distinguir en sus facciones los rasgos de las distintas
etnias terrestres, pero todas esas cualidades están escondidas por la suciedad
de sus cuerpos y sus ropas. Un color humo rodea la imagen de los vagabundos, a
pesar del oro del desierto se ven como andrajosos mutantes que vagan sin
destino. Las poblaciones rechazan su presencia, son los leprosos del siglo
veintiuno.
Fueron los dueños del mundo en la era de los millonarios electrónicos;
el “ Capital” fluía con libertad, Las Grandes Corporaciones
Transnacionales eran buques sin banderas que navegaban con sus capitales por
las aguas de Internet. Fundían países y enriquecían regiones en horas, causaban
el mismo desastre que la fuga de los gases tóxicos de una industria pesticida,
pero ellos seguían su veloz viaje de
piratería con sus “ Bancos Fantasmas”. Así estaba el mundo globalizado, con
políticos y burócratas corruptos e
incapaces de seguir la velocidad de sus comunicaciones y transferencias.
Barrieron con siglos de un orden social injusto pero con cierto equilibrio,
desaparecieron la actitud ética, la moral, la dignidad. Pero la catástrofe
llegó, explotó como una bomba debido a la volatilidad del Mercado Mundial, y
este grupo de gente, habitantes de barrios exclusivos, de vidas privilegiadas,
poseedores de riquezas inimaginadas para el hombre común, perdió la “ Espada, la Joya y el Espejo”.*
Al principio, desconcertados, se unieron, se ayudaron, pero era tal la
miseria que comenzaron su éxodo por el mundo, comiendo lo que encuentran y
bebiendo de las aguas de escasos manantiales. La gente de los pueblos por los
que pasan, los insultan, tirándoles piedras y sumiéndolos en el escarnio. Sus
caras tienen la expresión de la nada, quizás llevan en sus mentes, recuerdos de
los paraísos perdidos, de una vida obscena y amoral.
Entre la muchedumbre van Takeo y su hija Amaterasu, siempre tomados de
la mano. Sus semblantes reflejan sentimientos humanos, ausentes en los demás.
Uno puede ver en ellos angustia, sorpresa, emoción. Takeo fue un poderoso
Shogum financiero, amó profundamente a
su esposa Kono-Hana, rica heredera, en honor a ella y para merecerla había
levantado un Imperio. Cuando su mujer murió solo se asió a la vida por su hija
Amaterasu, luego devino el Crak Mundial y comenzó el peregrinaje. En esa
travesía sin tiempo, la niña cuida de su padre y juntos comentan la puesta del
sol, la maravilla de un eclipse, el nacimiento de una flor. Reconocen los
pájaros por su canto, habilidad que aprendieron de Kono- Hana, gran conocedora
de la naturaleza. Esas fugaces emociones son asfixiadas ante el maltrato que reciben por los pueblos
que pasan, observando a la vez la
pobreza y la falta de alegría de esa gente, era como si una lluvia de
tristeza hubiera caído sobre el planeta.
Una
tarde pasan por uno de los tanto pueblos humildes, pero éste tenía algo
distinto, denotaba organización y pulcritud. El padre y la niña se alejan del
grupo, se adentran entre sus calles, les parece no percibir violencia entre los
pobladores. Las veredas estaban arboladas de majestuosos Ginkgo Biloba, cuyas
hojas en forma de abanico parecían aventar la fatiga de los forasteros. La
admiración iba creciendo a medida que descubrían la peculiar vida de sus
habitantes, la alegría dominaba la actitud de los mismos. Las mujeres cantaban
mientras realizaban sus quehaceres, algunas familias merendaban en los patios
delanteros de sus casas mientras los niños jugaban en las veredas. Al pasar los
miraban curiosos, el olor de las comidas caseras era exquisito. Se veían
jardines, huertas, granjas, todo amorosamente cuidado. Los muros, cual páginas
de los libros, estaban pintados con imágenes de historias y leyendas,
seguramente de esa región, adornados con bajorrelieves que representaban las
hojas en abanico de los Ginkgo Biloba, el árbol sagrado de ese pueblo. Otra
cosa sorprendente era la manera y el tipo de conversación que sostenían;
hablaban de proyectos, las palabras salían musicalmente, se enlazaban, se
enhebraban y confluían en sueños y utopías. Amaterasu se emocionó y más que
nunca anheló estar con su madre para compartir ese lugar y esos momentos. Se
detuvieron a mirar como trabajaban un carpintero y un herrero mientras tomaban
un refresco y charlaban. La niña sintió la necesidad de pedirle a su padre la
foto de la familia en los tiempos felices, Takeo, apesadumbrado, le contestó- Los duendes del imperio me
arrebataron tan precioso tesoro. En ese momento los artesanos levantaron la
vista y sonrieron al padre y a la hija, les convidaron refrescos, reconocieron
en ellos cierta magia.
El sol se estaba ocultando. Se veía
distante, cruzando las colinas, la hilera de harapientos que se alejaba.
Takeo y Amaterasu fueron invitados a
compartir esperanzas en el pueblo de los Ginkgo Biloba.
Al pasar los días, la gente se reunió para,
en ceremonia solemne, entregar al padre y a la hija, el símbolo que les
correspondía como ciudadanos del lugar. El herrero y el carpintero se acercaron con un hermoso estuche de madera en cuya tapa
se encontraba exquisitamente tallada la hoja del árbol sagrado. Takeo sintió un
escalofrío y lo invadió el pánico, creyendo adivinar que dentro habría una joya
y se dijo- Todo comenzará nuevamente. Al
abrir la tapa, Amaterasu se sorprendió al ver el estuche vacío, pero su padre
emocionado vio en el fondo del mismo el bello rostro de su hija reflejado en un
espejo.
·
Dentro del mundo de los negocios la espada es la
fuerza, la joya la riqueza y el espejo el conocimiento (Alvin Toffler)
·
EL ALARIDO DEL HIP HOP
SELECIONADO POR CERTÁMEN INTERNACIONAL DEL CENTRO DE ESCRITORES
NACIONALES, CÓRDOBA,ARGENTINA PARA ANTOLOGÍA “ARTESANÍAS LITERARIAS” MARZO
2007.
Quería
incrustarme en el pizarrón, traspasarlo como una madura “ Alicia en el país de
las maravillas”¡ Cobarde! En un segundo eterno hurgué desesperada en mi
enciclopedia mental todas las filosofías pedagógicas para encontrar la más
brillante y poder enfrentarlo. Sentía su mirada en mi nuca ¿
Qué esperaría de mí? Mi mano, ignorando mi desesperación, amiga piadosa, dibujaba el
perfil de la placa euroasiática. Y me di vuelta, lo miré como a los demás
alumnos, mi voz parecía venir de un lugar hueco y lejano. Pensé en la
importancia de la educación, cierto, pero que soledad y vacío se enredaban en
esa verdad. Era una carrera contra el tiempo, sus pulmones ya estarían
achicharrados de tanto aspirar pegamento
¡Bendito seas! A uno de ellos se
le ocurrió interesarse por el tema, sus preguntas hicieron derivar a la configuración actual del planeta, otros se
interesaron en la vida existente durante
la deriva de los Continentes. Todo en el universo es movimiento, me
pregunto por qué lo único estancado es nuestra actitud de indiferencia social
respecto a nuestra propia especie. Por fin el timbre, algunos alumnos se
acercaron, seguían interesados. Nano se puso a mi lado, por primera vez se veía
humilde, desamparado, mimoso. Tenía un aire de ¡ Estoy aquí, con mi profe! Lo tomé del
hombro, sentí su aún cuerpo de niño, casi me puede el llanto, no me lo iba a
permitir, él me necesitaba protectora. _ Nano ¿ En estos días bailan de nuevo
el hip-hop?
_Sí, el viernes ¿ Qué, quiere venir? Me preguntó con su dicción cantarina y esperanzada.
-
Sí, claro, me gustó, además es una expresión cultural de grupos que nos dicen
muchas cosas, dije estúpidamente. Le di un beso en la frente y me fui. Caminé
las veinte cuadras que quedaban entre mi casa y el colegio, me hizo bien el aire fresco. Cuando había
entrado al salón de clase y lo vi sentado, mirándome fijo, sentí vértigo. En
ese trayecto recordé lo ocurrido con Nano.
Acepté ir a la presentación de
los Talleres Municipales. La sala estaba repleta de chicos, se lucieron con las
guitarras, bailaron folklore y tango.
Casi al finalizar la muestra le tocó el turno al Hip-Hop. En el grupo estaba
Nano, pantalones anchos, buzo y gorra de
lana negra, una cruz pendía de su cuello. Su carita de dieciséis años tenía una
expresión incierta, solo sus ojos oscuros transmitían una fiereza desolada. La
música, extraña para mí, provocaba que los jóvenes contorsionaran sus cuerpos
en el piso del escenario, las piruetas eran increíbles, solo ellos podían realizarlas. Mientras
uno bailaban otros hacían coro con letras de protesta. El
mensaje me llegó, lo sentí en el estómago, era un alarido, una denuncia por la
marginalidad de sus vidas, un alegato a la indiferencia social. Decidí que
luego de la cena me acercaría hasta el departamento de Nano, sabía donde vivía,
visité a su familia, muy humilde y sin padre, en ocasión de un censo escolar.
Al salir del teatro compré una caja con bombones, se los llevaría de regalo,
una pequeña manera de halagar su actuación y de alguna manera demostrarle que había estado presente. Rechacé de manera constante
sentirme culpable, en lo que hacía me brindaba entera, no los estafaba. Luego
del espectáculo, al llegar a casa abracé como nunca a mis hijos. Cuando
terminaron de cenar les repartí unos bombones que compré sueltos, los de la
caja eran para mi alumno. Ya todo organizado
y brindando explicaciones vagas me despedí de los niños, no tardaría
mucho en regresar. Solicité un taxi y fui hacia las torres donde vivía
Nano, pedí al chofer que me esperara,
eran las diez de la noche. Me acerqué a
un grupo de adolescentes que estaba sentado en la vereda, se veían botellas de
cerveza vacías tiradas en el piso, sus voces sonaban guturales, altisonantes,
provocativas.- ¡ ¿ Qué querés vieja? No jodás!
- Dejala che, es mi profe. Mi mano, temblorosa, se extendió hacia Nano,
entregándole la caja de chocolates. Sus ojos, de pupilas dilatadas, me miraron
oscuros y asombrados desde el abismo. Lo
tomó dócil, sin agradecer, mientras fumaba de manera profunda su cigarrillo,
luego se lo pasó a un compañero. Uno de los chicos, como si tal cosa, aspiraba
pegamento de una bolsa de nylon. Los olores del pegamento y la marihuana me
provocaron náuseas, atiné a decir_ Chau Nano,
te veo en clase. En el trayecto de regreso hasta llorar me parecía
estúpido, me sentía acorralada, furiosa, impotente. No sabía como iba a mirarlo a los ojos luego
de esa noche, los dos éramos conscientes que una triste complicidad nos uniría de ahora en más. Ese día de clases
había sido el primero que lo vi luego de mi visita a su barrio.
Las veinte cuadras me dejaron
exhausta, mis movimientos de rutina eran rápidos, intensos, cortos. Quizás de
ahora en más cambie mis pasos, pero mis manos están vacías. Al llegar a mi
hogar, voy divisando una luz, con la
certeza que en los acontecimientos cotidianos, la causalidad se inserta en la
red de la vida y estoy segura que mi
mirada no se cerrará más entre los límites de mi realidad. En esa red de ahora
en más estará Nano, estoy segura, él estará.
DOÑA CARMEN. En antología “ 2008 Arte y Letras.
Editorial NOVELARTE. Córdoba. Argentina
Estoy mirando el mar, desde esta
sólida casa, desde la solidez de mi vieja vida, desde la más sólida de todas
las soledades. Me apoyo en el bastón, aún para estar sentada y mi mano tiembla
un poco. Lo extraño es que no quiero morir, estoy estacada por los recuerdos.
Siempre quise detener el
tiempo, no permití que la vida fluya espontáneamente, planifiqué mi destino y
no me salió tan mal. Sólo cometí un error
¡ Cómo se me ocurrió que nuestro
hogar, nuestro pétreo, inamovible hogar, debería estar frente al mar!
Mañana, quince de Mayo, cumpliré
ochenta años. Alicia vendrá como todos los días a hacer la limpieza y
seguramente me traerá una torta de cumpleaños, ella era así. Nunca la
entenderé; la risa fácil, los músculos de su rostro distendidos, la picardía
con un dejo de promiscuidad en su mirada. Ella, que sola enfrenta la vida, con
hijos pequeños, pobres, sin grandes aspiraciones, sólo sobrevivir día a día, me
traerá una torta de cumpleaños, me lo había prometido. No alcanzo a comprender
esa generosidad.
¡Ochenta años! y estas olas que
golpean tan fuerte sobre la playa. Siento que se roban la arena y la esperanza
de ver a mis hijos. Les di amor, el amor más fuerte que puede dar un ser
humano, mi propia vida. No tuve ilusiones personales, no me dejé llevar por una
gran pasión, no les faltó nada. Quizás no tuvieron muchos mimos, pero no había
tiempo para eso. ¡ Tenía tanto trabajo!. Cuando Helenita y Patricio eran
pequeños les intrigaba saber que existía más allá del mar, entonces paraba un
momento mis quehaceres domésticos y les explicaba en forma de cuento, la
existencia de otros pueblos, de selvas, de bosques, de montañas nevadas.
Mi marido murió hace muchos
años, mis hijos se fueron más allá del mar, a conocer otros paisajes y esos
pueblos que yo les relataba en su niñez, pero sé que volverán. Esta casa es
para ellos, es de piedra sólida, mis nietos correrán por sus playas y se
acurrucarán al lado del hogar cuando el viento sople muy fuerte.
No me doy cuenta del paso del
tiempo. Puedo estar horas, quieta, recordando, veo un resplandor rojizo en el
cielo seguro vendrá tiempo ventoso. Me acostaré sin comer, a esta edad ya ni
hambre se tiene.
A la madrugada Doña Carmen se
despertó asustada, era la primera vez que sentía miedo por el ruido que
producía el viento. Se escuchaban las olas, bravías como nunca, golpear sobre
la playa. Se tapó más y se alegró que pronto pasaría la noche, Alicia llegaría
por la mañana temprano. Las olas bramaban cada vez más fuerte y el viento
soplaba como si miles de cuchillas afiladas hubieran sido lanzadas a infinita
velocidad.
Por la mañana el sol salió protector, resplandeciente. El mar planchado,
unas tímidas olas llegaban a la costa y luego se diluían con movimientos apenas
perceptibles. Sobre una larga y ancha extensión de la playa sólo se veía el
desierto de arena, lejos muy lejos, el horizonte. Luego nada...nada...nada.***
“UN VETERINARIO EN LA PATAGONIA”.
Mención de Honor en Certamen Nacional“Junín País” 2oo3. Auspiciado por
Cultura de la Nación
, Cultura de la Provincia
de Buenos Aires y Municipalidad de Junín( Pvcia de Buenos Aires)
Como todas las mañanas, Nacho llegó a la veterinaria. A las nueve de la
mañana arribaría su ayudante y comenzaría con la limpieza y la atención de los
animales; agua y comida para los canarios, maíz para los gallos, verduras para
los hamsters. Lo primero que hacía es prender la radio, pasaban buena música y
noticias locales y nacionales. Desde que
se pudo sintonizar emisoras argentinas en estos lados de la Patagonia, se había
hecho adicto a la radio. El tiempo se
presentaba bueno, excelente auspicio de trabajo.
Otoño, El Cerro Curruhuinca, con el colorido de su bosque era una fiesta
para la vista. Esos días se vivían intensamente, pronto llegaría la temporada
de lluvias y nevadas. Una ford vieja, pero orgullosa y bien cargada, se detuvo
frente al local de la
Veterinaria. De ella bajó un hombretón de cara amistosa y
dispuesto a la charla coloquial._¡ Qué tal doctor! -¡ Cómo anda Don Zacarías!
_ Y aquí andamos, bajando al pueblo, preparándonos
para el invierno, va a ser un año muy nevador. -¿ Usted cree?
-Sí, ya he visto
bajar pumas al campo, cuando los animales salvajes bajan temprano, seguro el
invierno es nevador.
En esos
momentos entra Carlitos, el canillita del barrio, comiendo unas facturas. Deja
el diario y se dirige hacia donde se encontraban los hamsters.
-Doctor, a la tarde vengo a buscar el que me regaló,
así hago crías con la hembra, después se las vendo. Se ríe ante el negocio que
propone.
-O.K. Carlitos,
vení nomás.
Cuando se fueron Don
Zacarías y Carlitos, el veterinario preparó el mate y se acercó a su
escritorio, en el desorden natural de sus papeles encontraba lo que necesitaba.
Luego de anotar un pedido tomó el diario y se dispuso a leer los títulos, en
grandes letras se destacaba parte de un discurso del presidente argentino en el
que destacaba la entrada triunfal del
país al nuevo orden mundial, la pronta entrada al primer mundo y el despegue
económico, sonrió _ ¡Éstos políticos! Se
montan en la cresta de la ola, total después nos estrellamos todos, pensó.
Cuando estaba por leer el artículo sonó el teléfono. Una voz femenina, precisa
le recordó de su visita a “La
Estancia”, bueno, el diario sería leído después. Tenía que
preparar los medicamentos y todo lo
necesario para la desratización de los galpones y alrededores de la casa. Pensó
en la yegua, estaba mejorando, pero seguía con cólicos, aunque más
distanciados. También tendría que desparasitar a los perros y supervisar el
yeso de la pata del jabalí. Llegó Nelson, su ayudante, lo ayudó en los
preparativos. Una vez organizados y delegando la atención comercial de la Veterinaria al joven,
partió pasada las diez de la mañana con la Break atiborrada de elementos para su trabajo.
Entrando en la ruta comenzó a bordear el lago Lácar. Su belleza es
imponente, posee la geografía de un fiordo pero de agua dulce. En él se
reflejan los verdes-azules de los bosques que cubren los cerros, formando
voluptuosas curvas en su superficie, demostrando la forma plegada de los
mismos. Siguió a media marcha el ascenso de la ruta, un saludo amistoso a un
paisano mapuche que se dirige caminando hacia el pueblo, al lado de su catango
tirado por dos bueyes. Sobre el pescante iban sentados dos niños cuyas miradas
serias y distantes observaban el paso del coche. A lo lejos, donde el lago
sigue su rumbo hacia el Océano Pacífico, se ven como pintadas las montañas
limítrofes. Como todos los pobladores que aman ese lugar, Nacho siente el peso
de esa belleza, si bien está protegida
dentro del Parque Nacional Lanín, sabe del peligro que corre ese lugar
intangible. Por su mente cruzan
como slogans; “ Canje verde por verde”, “Eutroficación” “
Tala indiscriminada” “ Incendios forestales”... pero bueno, disfrutaría este
día de Otoño, buena música por la radio y un día de trabajo en el campo.
Cerca
del mediodía llegó a “ La
Estancia”. Paró en la casa del puestero, los perros se
acercaron a recibirlo, menos uno que se escondía, seguramente recordaba la
última inyección que lo curó del moquillo. Don Raúl salió sonriente y
respetuoso ante el arribo del Doctor. Luego del saludo entraron a la casa,
típica de la zona, base de piedra, resto de madera y techo a dos aguas. En el
interior la cocina a leña irradiaba un parejo calor, tan necesario ya que a
pesar del sol la temperatura no pasaba de los 5°C. Tomaron unos mates
acompañados por unas buenas tortas fritas, recién fritas en grasa, calientes,
hinchadas por la acción de la levadura. Luego de una amena conversación sobre
asuntos del tiempo y comentarios sobre familias del pueblo se despidieron. La Break entró por el sendero
que llevaba a la casa. El suelo era alfombra crujiente de hojas doradas. A los
costados; cipreses, maitenes, robles pellines, ñires y las ondulantes cañas
colihues del sotobosque. Se acercó a la casa principal, bajó del coche. A través
de los vidrios de grandes ventanas se observaba una galería con sillones
cubiertos de pieles, trofeos de caza de la zona
y de otras regiones del mundo, sobre las paredes. El rechazo de Nacho,
siempre que miraba esas imágenes, era instintivo; algo oscuro, siniestro,
envolvía a ese ambiente. El saludo de Don Sepúlveda lo devolvió a la mañana
luminosa. La atmósfera era transparente, fría, vital. Realizaron sus tareas,
siempre era agradable trabajar con ese hombre cordillerano y chileno. Cuando
llegaron a uno de los corrales, Don Sepúlveda señaló a dos ciervos y dos
jabalíes bien gordos, estaban listos para carnearlos. Se harían facturas;
chorizos, lomitos, salames y demás tipos de embutidos. El patrón de “ La Estancia” llegaría en las
próximas semanas desde Alemania, donde
residía. Iba a recibir visitas especiales; al embajador de Estados Unidos y a
una comitiva del Gobiero Argentino. Acordaron que Don Sepúlveda le acercaría al
pueblo las muestras de los animales para hacerles los análisis correspondientes
antes de elaborar las facturas. Al
atardecer terminaron con toda la tarea.
De regreso al pueblo, el paisaje, con la ruta en bajada se veía desde
otra perspectiva, una lancha cruzaba el lago, en dirección hacia Quila-Quina,
una isla de las cercanías del pueblo. Desde lo alto de la ruta se veía como un
barquito de papel. En cerros más bajos se destacaban las “ rucas”, casa de los
indígenas, con sus típicos corrales. Algunas nubes oscuras se venían acercando
desde el Pacífico, presagiando mal tiempo.
A los tres días del trabajo en la
“La Estancia”
llegó Don Sepúlveda a la
Veterinaria, traía las muestras de los animales carneados
para realizar los análisis. Querían convidar a las visitas con esas delicias
regionales. Mate
por medio, la charla brotaba espontánea y fluida. El
Doctor se puso a preparar las muestras en los portaobjetos, mientras Nelson y
Don Sepúlveda charlaban y le pasaban unos mates. Abrió la pesada tapa del
Triquinoscopio, quedando al descubierto una amplia pantalla, apagó la luz.
Ubicado uno de los portaobjetos, el profesional comenzó el ajuste. Apareció en
la pantalla la imagen de los músculos, busco precisión. Al instante se
observaron pequeños espirales. Silencio. Siguió la búsqueda, más precisión.
Aparecieron más espirales ¡ Había triquinosis! Se hicieron más análisis y todos
con el mismo resultado. Eso era grave, se debía sacrificar el lote de animales,
quemarlos. Don Sepúlveda estaba pálido. Decidieron que de inmediato viajaría a
“ La Estancia”
para dar la mala noticia. Al otro día iría el veterinario para presentar el
informe al administrador.
En esos días comenzó a nevar pero la nieve duraba poco, aún faltaba frío
para que quedara en los suelos, los
cerros sí estaban cubiertos. El sol
volvió a salir, última resistencia heroica ante la inevitable llegada
del mal tiempo. Nacho viajó al campo a presentar su informe. Fue áspero el
asunto, discutieron con el administrador, éste se negaba a quemar los animales
sacrificados y con triquinosis. Era la
única manera de evitar que se propagara la enfermedad. El veterinario
expuso el peligro de la ingesta de las facturas, ya que se consumían crudas. El
administrador lo amenazó de prescindir de sus servicios si el profesional
insistía en denunciar el caso antes las autoridades de Sanidad animal.
De regreso al pueblo, doblando el camino, se encontró con una comitiva,¿
Habría llegado el “ Patrón”? La mente
nublada por la indignación no veía el colorido paisaje, ni respondió como
siempre lo hacía a los saludos corteses de los vecinos. Al llegar fue directo
al teléfono y marcó el número de Sanidad Animal. Una voz conocida lo saludó.
Mientras denunciaba el caso, prometiendo la documentación, con la tranquila
convicción que guiaba todos los actos de su vida, observó el viejo diario que
quedó sobre el escritorio donde se destacaba en grandes títulos “ ARGENTINA EN
EL NUEVO ORDEN MUNDIAL”. Al cortar la
charla telefónica se puso a leer el artículo abandonado, sintió asco, para
sostener esa filosofía iban a tener que
“ negociar” la patria. Faltaban cinco años para entrar al nuevo siglo. ***
LA CIUDAD DEL TAC...TAC...TAC...
Segundo
premio en narrativa en Certamen Internacional y editado en antología “PINTURAS
LITERARIAS” DE Editorial ”Novelarte” Córdoba ,Argentina 2006. ANA MARÍA MANCEDA. San Martín De los
Andes. Patagonia Argentina.
Comenzó a escucharse el ruido
una noche de primavera ¡ bah! Es una manera de decir, en realidad era una noche
helada. Se percibía que esa temporada había llegado por los cantos de algunos
pájaros audaces y los brotes de las plantas, un hecho casi milagroso esto de
los vegetales, de alguna manera mostraban la fortaleza de su reino. Hasta hace
muy poco habían soportado grandes nevadas y ahora las heladas, pero ellos
estaban ahí, triunfantes, mostrando sus retoños.
El viejo Ariel vive en las
márgenes de la ciudad, su cabaña está
situada en una zona más alta que el centro, justo donde comienza la formación boscosa. Debido al intenso frío,
ese atardecer entró temprano a su casa, al calor de la cocina a leña tomaba
mate y leía novelas de aventuras, al lado su perro Don Quijote, pero su gran
pasión era la pintura, pasaba meses hasta terminar un cuadro, siempre eran
paisajes que él observaba en sus paseos y los retenía en su memoria. La radio
era otra compañera, escuchaba todo tipo de música. Cada tanto se paraba,
estiraba su cuerpo, el perro lo imitaba, los dos, flacos y altos se acercaban a la ventana. Don Ariel
observaba el cielo con el ardiente deseo de descubrir algún suceso
extraordinario en el cosmos. Durante el día paseaba con su bastón y su perro
por el centro y los alrededores de la ciudad. Hablaba poco con los vecinos,
tenía una intuición fuera de lo común, no se le escapaba nada de lo que éstos
hacían o pensaban, pero su boca estaba sellada. Todo quedaba en su cerebro y en
algunos casos en su corazón. Esa noche, cerca del amanecer, sintió un ruido
chispeante, corto y repetitivo; tac...tac...tac. Se levantó a espiar, los
vidrios de la ventana estaban opacados por la helada, la abrió, una brisa fría
chocó con el calor de la cabaña. No vio nada. Don Quijote tenía las orejas
paradas y movía la cola. El tac...tac siguió escuchándose cada vez más alejado,
como si bajara hacia el centro del pueblo.
Al otro día, en conversaciones
familiares, en el club, en los cafés, comentaban el persistente ruido que
los despertó. En su diaria caminata, el
viejo Ariel charló con los vecinos, debió admitir qué él también lo había
escuchado.
El ruido nunca más paró. Lo
que al principio fue un raro acontecimiento comenzó a preocupar a los vecinos.
Se especulaba que quizás se estuvieran produciendo temblores de tierra, cosa
normal en esa geografía, que provocaran desprendimientos de rocas y éstas se
deslizaran desde los cerros circundantes hacia el valle donde se encuentra la
ciudad. ¡Pero entonces debería escucharse una lluvia de tac...tac! Y no era
así, el ruido provenía de un solo objeto que recorría a su antojo la ciudad y
todos sus recovecos.
Algunos grupos de pobladores
se organizaron para recorrer la ciudad a la hora en que se producía el molesto
sonido. Nada vieron pero comenzaron a
percibir olores en los alrededores de dónde provenía el ruido. La ciudad se
convirtió en una Torre de Babel, su estructura no era de diferentes lenguas sino de distintos olores,
los sentían agradables o nauseabundos con todas su variedades. A Don Ariel se
le ocurrió hacer una estadística y como si tal cosa, indagaba a los vecinos qué
tipo de olor había percibido, luego se iba a la cabaña y anotaba los datos que
recordaba. Así todos los días. Con el tiempo acumuló gran cantidad de
opiniones, las cuales analizaba y clasificaba. Le llamó la atención la variedad
de olores.
El pánico se fue apoderando de
la ciudad. En la intimidad de sus hogares, los habitantes sentían como si el
ruido recorriera sus conciencias. La primavera pasó y el verano se adueñó
glamoroso entre los turistas y los aterrorizados pobladores. Lo extraordinario
era que los visitantes no oían el tac...tac...tac, ni olían más que las
hermosas flores de los jardines y las plazas.
Recién entrado el otoño, cuando
el bosque explotaba de colorido, el clima equilibrado en días más soleados,
como cediendo una pequeña tregua antes que avasallara con sus lluvias y
nevadas, el viejo Ariel tomó una decisión, acompañado de Don Quijote se
levantaría a la hora del ruido y se juró no descansar hasta descubrir qué o
quién lo producía. Ayudado por las deducciones obtenidas con su estadística
casera, arribó a características personales de grupos que sintieron olores
similares. Como toda población humana, la ciudad del ruido tenía sus bondades y
pecados; amores secretos, crímenes misteriosos, crueldades, envidias, algún
alarido de solidaridad, odios, rencores, heroísmo.
El viejo y el perro volvían al
amanecer, agotados, sin descubrir nada. En ese tiempo no salía por las mañanas
en su cotidiano paseo. Los vecinos le preguntaban por su ausencia, pero nada
dijo de lo que hacía por la noche. A fines de otoño, en la rutina de su
búsqueda, se sentó en una inmensa piedra cercana a su casa, ésta estaba partida
por un añoso árbol que surgía entre las mitades. Se recostó cansado, don
Quijote apoyó su cabeza en las rodillas del viejo. El frío de la noche no le
permitía dormirse, su cuerpo estaba aletargado, sentía una profunda paz. De
pronto lo vio, la luz de la luna iluminaba una pequeña cosa que de manera suave
y saltarina bajaba hacia el centro del pueblo.¡ tac...tac...tac! Se quedó
quieto, la mano sobre la cabeza de Don Quijote, como suplicándole que no se
moviera. Hombre y perro eran estatuas bajo el árbol de la piedra partida. Sólo
los ojos seguían alucinados al extraño objeto, hasta que lo enfocó. Era un
nudo, opaco, apretado. Desprendía un olor intenso, a vida, a mucha vida. Intuyó
que el material del que estaba hecho era una trama de disímiles sentimientos y
acontecimientos que se enredaban de tal manera que sería imposible deshacerlo.
Todo el nudo era un símbolo, una síntesis, era la suma entretejida del “Todo”
lo que allí habitaba. Regresó a la casa junto a Don Quijote, en un silencio abismal, solo se
escuchaba en la lejanía el tac...tac...tac.. Nunca más salió a caminar. Los
vecinos decían que se había vuelto loco.
Ocurrieron eclipses, el paso
de cometas, lluvias de estrellas, como
provocando la mirada del viejo, pero éste había perdido el interés de mirar el
universo por la ventana. Ahora indagaba con su mirada ese enigmático nudo y trataba de plasmarlo en
la tela, pintaba y pintaba. Con los
meses terminó el cuadro, estaba contento pero no dejaba de correrle un
escalofrío cuando lo observaba, era tan
cerrado, inexpugnable.
Una noche, mientras realizaba
quehaceres atrasados debido a su
obsesión por la pintura, sintió sirenas. Salió de la casa, se sorprendió al ver
el bosque incendiado, los árboles de los cerros parecían envueltos en
llamaradas rojas, como si provinieran del centro de la tierra. Un olor a
incienso impregnaba el aire, se asustó, por el camino iban veloces los coches
de los vecinos para ayudar a combatir el
fuego. Luego de unas horas de espera se
acercó al camino, los vecinos regresaban._ No sabemos que sucede Don
Ariel, no fue un incendio, es un reflejo rojo que sale de la tierra. No pudo
dormir, miró el cuadro y sintió la necesidad de pintar
de fondo el bosque en llamas,
luego se le ocurrió que el nudo no podía quedar tan cerrado en ese paisaje
dantesco, como si emanara un calor que provocara la apertura del tejido
apretado, y lo abrió. Quedó como una inerte y opaca flor semiabierta. No lo
pudo colgar como sus otras obras, lo envolvió con mucho papel y por
último en una bolsa de tela oscura. Lo guardó en el sótano, entre las cosas
menos deseables. Su rostro expresaba
cierta irónica perversidad, era una ceremonia secreta, sólo Don Quijote era
testigo.
Misteriosamente, luego de esa
noche, nunca más se escuchó por la ciudad y sus alrededores el escalofriante
tac...tac..tac***
EN BUSCA DE JAIME
CHONG
Tercer
Premio Certamen Internacional “CENEDICIONES”,Córdoba Argentina 2007 y editado
en Antología “MENSAJEROS LITERARIOS”
Al llegar quedó como plantado ¿Cuándo y cómo
había decidido regresar? Sintió un
cachetazo de luz blanca, la belleza de la ciudad penetró todos sus sentidos,
como un autómata comenzó a caminar mezclándose entre el gentío. El aire
propagaba el olor del “ chupe” con tripas de carne, seguro estaba cerca de una
“Picantería”, decidió buscarla, tenía
hambre, se le hacía difícil avanzar, el pueblo estaba de fiesta, era la semana
de festejos conmemorando su fundación, por la noche habría fuegos artificiales
en la Plaza de
Armas. El colorido de las ropas de los pueblerinos, la música, los bailes
espontáneos, los estandartes, los iconos religiosos, las construcciones
coloniales y las casas blancas, donde las piedras de “sillar” volcánicas
reflejaban la eterna luminosidad del lugar, le provocaron un nudo en la
garganta y no pudo evitar las lágrimas. Su cámara fotográfica colgaba inerte
sobre su hombro, hecho curioso, él que sólo vivía para el sonido del “
flasch”. Tuvo conciencia de su ser,
estaba en el lugar donde había nacido. Recordó qué vientos lo habían llevado a
volver a su continente, la enfermedad de su madre produjo la decisión de
regresar a Buenos Aires, dejó su apasionado deambular por el mundo en busca de
la imagen perfecta de una erupción volcánica, era un irredento “ Cazador de
volcanes”, sí dejó todo y acompañó a
Tina hasta el último momento. Luego de tantos años de silencio pudieron reencontrarse en las profundas charlas que se debían, la
separación con su padre la había destruido, no tuvo el valor para enfrentar a
su familia de origen italiano que rechazaba desde los inicios la relación de
Tina con un hombre de raíces indígenas por médico que fuere, la constante
tensión había desgastado al matrimonio, ella decidió regresar con sus padres a
Buenos Aires, junto a su hijo, pero Manuel ya era adolescente y jamás olvidaría
el lugar de los Andes en que había nacido y criado, esa tierra lo poseía hasta
esculpirlo en sus rasgos. El anochecer los sorprendía con una cierta placidez por las horas de
confesiones respecto a la fuerte historia familiar. Cuando la primavera se
anunciaba en los paisajes porteños, Tina murió y su niñez pareció refugiarse en
ese instante. Ocurrió todo muy rápido, tuvo necesidad de respirar su tierra
natal, la de los Córdoba Fonseca y ahí se encontraba.
Se
sintió guiado por los olores pero no pudo evitar mirar hacia donde todo su
cuerpo se lo pedía, el cosquilleo lo atravesaba hasta el estómago, ahí estaba
el “Misti”, bello, imponente. Su cono
nevado le daba una apariencia de inocente expectativa, como disimulando su
terrible pasado de erupciones destructoras, él no le creía, sabía que estaba
alerta, amenazando. Decidió concentrarse en su hambre, allí se veía una
banderilla roja, un antiguo símbolo que denunciaba la presencia de la “
Picantería”, entró. El ambiente estaba habitado por el humo despedido por la
cocina de adobe, donde ardían leñas de sauce calentando la olla de barro que
cocinaba los guisos y potajes. Los rayos del sol, penetrando por las
claraboyas, jugaban con la humareda,
ennegreciendo aún mas las paredes. Se sentó y tuvo la certeza que no
habría nada que lo hiciera más feliz en ese momento, estaba en el templo donde
se refugiaban las sustancias y los sabores de las comidas típicas que
arrastraban una historia milenaria de ese lugar de los Andes. Comió con deleite
el chupe con tripas de carne de res,
chicharrón, rocoto, verduras y tostado. Pidió una cerveza arequipeña bien fría,
al beberla sintió como una caricia fresca en su ardiente paladar, el rocoto le
hacia arder la lengua, sonrió al recordar que llamaban ½ Hot a ese pimiento
verde peruano, debido a que picaba lo suficiente pero no tanto como para no
sentirle el sabor. Mientras disfrutaba de la comida veía pasar por las vitrinas
a la gente alborotada por la fiesta, sus caras de típicos rasgos indígenas y mestizos le hizo recordar
a su casi centenaria abuela, Doña Ñust’a
Amaru. Entre el gentío se mezclaban extranjeros que sacaban fotos sin
cesar, su cámara posaba en la silla de al lado, como la compañera que era,
sabía que en esos momentos el silencio debía mitigar el impacto de la
nostalgia. Miró la hora, a las tres de la tarde iría a la Iglesia, no sabía con qué
se encontraría. Ni bien había arribado al hotel le envió una esquela al viejo,
en respuesta le dio la cita para esa hora. Decidió que recién al otro día iría
a la casa de su abuela, por ser la primera jornada eran suficientes las
emociones. Salió reconfortado a caminar por las calles de su infancia, sentía
como si su verdadera piel cubría nuevamente su cuerpo, sumido en sus
pensamientos caminó por más de media hora, unos niños lo atropellaron y lo
hicieron volver a la realidad, los recuerdos quedaron en una noche de riña de
gallos que junto a su padre estaba presenciando, ahí fue donde conoció a Jaime
Chong.
Dentro
de los “Coliseos” arequipeños era uno de los más humildes pero eso no evitaba
la presencia de ilustres profesionales, políticos, artistas que se citaban los
domingos a presenciar la riña de gallos. Éstos, de hermosos colores, siempre
prestos para el combate y con sus espolones especiales diseñados para la lucha,
enardecían a las multitudes que
apostaban frenéticamente por sus favoritos. El Doctor José Córdoba Fonseca
ignoraba su existencia de médico, de padre de familia, de conflictuado humano descendiente de etnias
marginadas, sólo existía ese momento, su cara se transfiguraba, su adrenalina lo llevaba al vértigo, le hacía doler las mandíbulas, lo erguía a la
máxima tensión, tenía que ganar. A su lado en una actitud supervisora y
delirante, con sus párpados oblicuos cubriendo la mirada sobre todo el espacio y lo que allí ocurría estaba
su amigo, mestizo de indígena y chino, Jaime Chong, el gallero. Éste al ver al
joven con cara de espanto ante la feroz y sangrienta riña y a la vez de orgullo
de acompañar a su padre en el espectáculo que se consideraba sólo para hombres,
lo tomó del hombro y le dio unas palmadas, su cara de marfil arrugado le sonrió y Manuel supo, con sus catorce años, que
había encontrado un amigo para toda la vida.
La
pequeña Iglesia tenía el aspecto lógico de una estructura del siglo diecisiete,
pero a pesar de la antigüedad, de su evidente cansancio, lucía triunfante sobre
el paso de los siglos y las catástrofes sísmicas y volcánicas propias de la
región. La perenne luz provocaba el resplandor de sus casi blancos muros pero
un amarillento matiz indicaba que el sol recién se alejaba del cenit. Manuel
sintió el impulso de entrar, tenía unos minutos antes de las tres pero para su sorpresa el portón delantero
estaba con candado, rodeó el lugar buscando alguna puerta lateral, en una de
sus vueltas encontró un pequeño laberinto donde al final se veía una diminuta
puerta de madera la cual se abrió fácilmente. La nave de la Iglesia estaba solitaria,
la luminosidad que entraba por los vitrales casi lo cegaba, buscó la imagen de
Cristo en el altar superior, al bajar la vista se sorprendió ante la figura de un campesino arrodillado,
su actitud era piadosa y de penitencia. Sobre su sombrero que se parecía al de
un espantapájaros, mágicamente volaban
con una sutil coreografía, una bandada de golondrinas que parecían
desafiar al lugar sagrado, al tiempo detectado por los humanos, a los sentidos,
a la realidad. El campesino volvió su
mirada hacia Manuel, sus ojos oblicuos lo miraban desde su misteriosa
existencia.
Ya fuera de la iglesia se abrazaron, la apariencia casi cómica del
gallero hizo sonreír al fotógrafo, había algo en él de sobreactuación,
desconfiaba de su humildad ya que había sabido por su padre de la riqueza que
había acumulado con las apuestas de las riñas de gallo y respecto a su religión
no dudaba que tenía un origen sincrético personal e intransferible.
_ Manuel, le dijo entregándole un paquete, quería
darte esto, se lo olvidó tu padre uno de los Domingos cuando estaba en la
ciudad, pero con el tiempo supe que no fue un olvido sino un mensaje para vos.
Caminaron
un largo rato, Manuel sintió en su madurez que su vida se prolongaba en la del
viejo, charlaron y se acompañaron con
silencios, quedaron en verse en esos días de su estadía en Arequipa, juntos
irían a lo de Doña Ñ’usta. Ni bien se despidieron Manuel corrió hacia el hotel,
al llegar a su habitación se tendió en la cama y abrió ansioso el paquete,
adentro tenía una tela que envolvía el
contenido, al abrirla le pareció detectar un olor que había sentido en una de
las excursiones que realizaba con su padre por los montes. Nervioso abrió la
tela, quedaron expuestos ante su mirada emocionada unas hojas secas y casi
pulverizadas que inmediatamente reconoció como de la planta de coca, una
pequeña botella de pisco, un pequeño envoltorio que contenía un puñado de
tierra y “ apachetas”, cúmulos de pequeñas piedras. En una hoja escrita de puño
y letra de su padre decía, “ Ama sua,
Ama Llulla, Ama Quella” “No robes, no mientas y no seas perezoso”. Manuel supo
que era la ofrenda de los quechuas a las fuerzas de la naturaleza, a los
dioses, a la Pacha Mama,
su Madre Tierra, cuando van a iniciar la siembra. Comprendió el mensaje y
sintió el profundo significado de sus
raíces. Una sensación de paz lo fue invadiendo, lo hacía volver de otras
dimensiones, como si fuera saliendo
diluido entre el magma que derramaban los volcanes que él locamente
perseguía, como si fuera esculpiendo una nueva geografía de su vida. La paz,
quizás pudiera cristalizarla a partir de ahora, ahora, que los volcanes más
amados se habían apagado. ***
*ABANICOS DEL
OLVIDO.*
Noche y las
sombras de las hojas de los árboles
nocturnos. Abanicos
fantasmas refrescando amores
en las puertas de los zaguanes.
El aire del trópico,
la música caribeña de la
radio se expande en
los recuerdos. Día, feria,
olores de verduras y
frutas. La humedad y el calor se
adhieren a la eterna piel de la
juventud que iluminará
todas las primavera por venir.
Risas. Puerto y tango.
Melancolía. Sonido
vibrante. Amores, locos amores.
Crepúsculo ¿Ocaso? ¡ Qué importa!
La noche me espera
con las sombras de las hojas
de los árboles
nocturnos. Fantasmas. Hay un zaguán
largo, muy largo, se
oyen suspiros y un suave aliento.
Y cientos de abanicos
deslumbrados, olvidando amores.
El hombre ni me miraba, daba
explicaciones a la nada, indiferente,
como la hora de la tarde que sabía que perdía ante el ímpetu de la
realidad de la noche. ¿Qué hago?
No quería regresar, fueron seis horas de
viaje, no retrocedería. La
Terminal era un ir y venir de gente, autómatas en sus mundos,
comían, tomaban café, algunos atendían a
sus hijos, mucha gente trabajadora despidiéndose de sus familiares. Yo, sentada
en un banco, aferrada a mis bolsos, perpleja y con ganas de ir al baño, ni loca lo haría, aguantando en mi hombro la
pesada cartera ¿Me arrepentiría alguna vez de haber transitado por la vida con
tanto peso? No, no, no era un peso
cualquiera, en esas tres horas de espera que tendría para tomar un bus de una
extraña empresa que me llevaría a Retiro, podría, si quisiera, abrir uno de los
bolsos y tomar un libro, mi libreta de anotaciones, lapiceras de distinto
colores, algún perfume, chocolates,
remedios, ropa, me faltaban las plantas
y el loro. El tiempo, rebelde ante mi ansiedad, seguía su inexorable tic-tac, situación insólita,
pensé que si pudiera observarme daría pena, pueblerina cordillerana, asustada ante el giro
insospechado de mi viaje. Había embarcado desde mi pueblo de montaña en viaje
directo a La Plata,
un corte de ruta organizado por chacareros del Valle impedía que la
Empresa siguiera su ruta, era riesgoso, habían
ocurrido situaciones de violencia con otros micros que quisieron ignorar la
situación. Sentí un llanto , a mi lado una joven de aspecto estudiantil se
tomaba la cabeza, su mochila caída en el piso, le toqué el hombro, no sabía que
decirle. Cuando Tania pudo calmarse me
explicó, también viajaba a La
Plata, la empresa como a mí, le pagaba el viaje de regreso al
pueblo o hasta Retiro con otra Empresa
que se arriesgara por esos caminos, pero el caso era que no tenía dinero para
costearse el pasaje Retiro- La
Plata y debía seguir viaje ya que empezaban las clases en la Facultad, había estado de
vacaciones. Sentí que era un ángel
salvador, yo le pagaría ese viaje, entre las dos nos protegeríamos, yo le tenía
terror a Buenos Aires. Me miró
agradecida y en su sonrisa vi todas las sonrisas de la vida. Con la charla la
espera se hizo corta, al fin llegó el micro que nos llevaría a nuestro destino.
Ignorábamos que camino tomaría, al rato se nos despejó la duda cuando nos
encontramos paseando por las afueras de las chacras. Desde el camino de tierra
se divisaba por algunas chispas de luz artificial los cultivos de manzanas y
los valientes álamos protectores del viento. El traqueteo del micro y la dureza
de los viejos asientos castigaban
enfurecidos nuestros cuerpos provocando un arrepentimiento de haber seguido el trayecto, pero en mi interior brillaba la luz
del encuentro con mis seres queridos, el deseo de verlos me daba fuerzas para
aguantar mucho más, intuía que el viaje duraría treinta horas desde la partida
del pueblo en vez de los veintitrés habituales. En el giro de un sendero nos
encontramos con uno de los piquetes, sentimos la tensión ¿ Qué ocurriría? El
recorrido se hizo lento, a los costados de los caminos se veían las llamas de
unas improvisadas fogatas y las siluetas gigantes de cuerpos sentados en
cuclillas, uno podía imaginar la ubicación de las caras por el brillo rojizo de
los ojos, la oscuridad de la noche borraba todo otro indicio humano y
geográfico. El pasaje entre los piqueteros se hizo eterno, los choferes
prendieron las luces internas del micro. Éramos como un barco fantasma, sin
rumbo, en un mar de miradas agobiadas por el reclamo. Mi miedo se transformó en
compasión, esas personas estarían
cansadas y ateridas de frío. No nos pararon, luego de un largo rato de
haber dejado atrás el piquete seguimos en silencio, como acompañando la protesta. Los choferes prepararon mate y pusieron la
radio, hacían comentarios jocosos, luego nos ofrecieron unos sándwichs y
bebidas, el clima entre los viajeros se hizo distendido y familiar, comparé con
la atención de las grandes Empresas en
la que la misma era eficiente, prusiana, aséptica. Por supuesto no teníamos
televisión, Tania se fue a tomar mate
con los choferes, sentada en un escalón charlaba y se reía, daba placer
escucharlos. Me acomodé en el asiento y usando de almohada a la campera, apoyé
mi cabeza en la ventanilla para mirar el cielo, quizás descubriera algún objeto
extraño entre los millones de estrellas que me iluminaban de placer por verlas.
Cuando cruzamos el río plateado y violento sentí una opresión, dejábamos la Patagonia y no pude evitar
sentir la sensación de fragilidad y
abandono que tenía este territorio. Se podía provocar su aislamiento de manera
agresiva con el solo desborde de sus ríos, grandes nevadas, erupciones
volcánicas o terremotos, o de manera sutil por equívocas e indiferentes decisiones políticas desde
escritorios porteños.
El amanecer
deslumbró mi esperanza, la llanura
extensa sin egoísmo, nos regalaba un medio sol anunciando de manera
dorada su reinado. La vista del horizonte dividiendo los verdes y el celeste señalaba la maravilla
de la existencia, me sentí feliz, pronto vería
a los míos , sin embargo, adherido a mi piel estaban plasmados los
rostros , como los de las pinturas de
Edvard Munch, donde la soledad y el desamparo explotande silencios. ***
EL
ETERNO RICTUS DEL AGUILA.
MENCIÓN
DE HONOR Y EDICIÓN EN ANTOLOGÍA EDITORIAL NUEVO SER.2004.BUENOS AIRES.
ARGENTINA
Mario Carreño(sueño fragmentado)
SOLEDAD. MICRORRELATO
Seguí a mi marido, muchas situaciones
confusas me llevaron a extremar los celos.
Ahí,
en el medio de la ruta estaba su coche. Bajé, solo se veía el rodar de los
coirones empujados por el viento sobre los pastos secos y muy a lo lejos una
casa de campo. Paisaje inhóspito, vacío. Entré al auto. Nadie, pero mi cuerpo
lo sintió. El perfume a nardos de mi amiga ocupó para siempre cada espacio de
mi soledad.*******
¡Alégrame la vida! Entonces, a
propósito le preguntaba cómo andaba y él tan suelto como era, tan pobre, tan
feliz, dejaba volar las palabras de su sonriente boca ¡ Cómo las flores señora!
Sonaba a música, suena a música, sonará a música. Tenía una ligera nube en los
ojos que producía un silencio en su mirada, un segundo, un tac y por ahí volvía
a chispear, como cuando explicaba que su nombre quería decir “tigre amable” en
mapuche. Lo mágico ocurría ante mi pregunta ¿Cómo andás Ainao? y el mundo
vibraba, se llenaba de colores y notas musicales.
Luego de las clases debía enfrentar
mi nueva vida. Mientras preparaba las
tareas en la cocina de la casa el
tiempo transcurría con cierta armonía,
pero no sé por qué causa cuando
iba al cuarto comenzaba a sentir esa sensación de asfixia. Será que los sueños
nocturnos quedaban deambulando y en ellos se zambullían los ruidos, los olores,
el pasado y toda esa ciudad que dejé para venir a la Patagonia. En ese
pequeño espacio entraba todo. Antes de ahogarme regresaba a la cocina,
preparaba unos mates y me acercaba a la ventana, los blancos copos de nieve,
cayendo en un silencio absoluto me devolvían las ilusiones. Al recordar a mis
alumnos y sus asombradas adolescencias me cargaba de una nueva energía pero la
alegría me la brindaba Ainao, cuando
entraba al aula él estaba ahí, en primera fila. Y el tiempo pasó.
Al terminar el secundario Ainao debió
alistarse al ejército, era una época en que los vientos de guerra soplaban en
la región. Son fuerzas tan poderosas que las vidas son mezcladas como débiles
cartas de azar. En una de las maniobras
de rutina Ainao se cae del caballo y se golpea en la cabeza. Nunca más habló,
lo dieron de baja, ya no servía. Nos cruzamos algunas veces pero no me
reconoció. En épocas felices le tendría que haber contado como suavizaba mi
nostalgia y me alegraba la vida con su dulce saludo ¡ Cómo las flores señora!
Porque sonaba a música, suena a música, sonará a música.*****************************************
LAS DULCES HIERBAS DEL ESTÍO. Seleccionada( por Certamen internacional) para Antología
“Pinturas literarias” Editorial Novelarte, Córdoba. Argentina 2006.
El calor era el compañero continuo de
nuestros juegos. Comenzaban por la mañana temprano y luego de una siesta
obligada, terminaban cuando la noche, con su frescura, nos acariciaba tendidos
en el pasto, tirados boca arriba, viajando por las estrellas.
El fondo de la casa estaba
dividido en patio, parque, huerta y gallinero. Teníamos sesenta metros de largo
para nuestras correrías, ni las plantas de tomates se salvaban, ya que los
surcos que las separaban para permitir su riego, eran el refugio ideal de
nuestras escondidas. Éramos una pequeña pandilla; los vecinos, Tito y su
hermana Betty, de mi edad, mis hermanos menores y yo. Al ser la mayor
organizaba los juegos. Mi preferido era filmar películas, los hacía sentar en
el pasto o en cajones de manzanas en el gallinero, las estilizadas cañas y las
gallinas eran los otros sufridos espectadores ante mis dramáticas actuaciones.
Yo era la actriz y los demás personajes, todos terminaban llorando, por
supuesto el gallo cacareaba, pues casi siempre
me moría o hacía de monja que abdicaba
de la vida por amor. Cuando Betty
exigía su derecho de hacer ella una
película, la sufría especulando con un
argumento que diluyera con su dramatismo el esfuerzo de mi amiga, yo Elisa
Guzmán no permitiría jamás que su actuación opacara mi juego preferido.
Otra diversión que nos fascinaba era
organizar el bautismo de las muñecas. Con ayuda de las tías, confeccionábamos
los vestidos para la ocasión. Ese día las muñecas de porcelana lucían hermosas.
Entre ambas familias reuníamos unas siete. Tito se disfrazaba de cura, con unas
grandes carpetas de puntillas al crochet
de su madre y la tarde se convertía en fiesta. Masitas, sándwiches y para
beber, granadina. Hasta invitábamos a otros chicos de la vecindad.
En las tardes en la que el calor se sentía
insoportable, conectábamos la manguera y
nos empapábamos, por supuesto, teníamos
permiso para estar en malla. A la hora de la merienda, hacíamos tiempo cortando
de unas hierbas que crecían en la cerca de Ligustrum que lindaba con nuestro vecino, unos
frutitos de sabor agridulce al que
llamábamos “huevitos”. Sentados en el
césped, aromatizados por el olor de los tomatales, las flores, el verano y la
niñez, comíamos ansiosos sándwiches de
tomate con aceite, sal y pimienta acompañados de un cóctel confeccionado con
huevos crudos batidos, azúcar y un chorro de vino moscato. No podíamos estar
débiles ni delgados.
Nuestro vecino de la cerca de
Ligustrum era Don Alberto, nos divertía
espiarlo por algún claro de la ligustrina , con la excusa que buscábamos los
“huevitos”. Era el vecino más rico, vivía con su mujer, concertista de
violoncelo del teatro Argentino, un
soberbio perro, ovejero alemán y un loro. No tenían hijos, eran socios del
Jockey Club y eran los únicos que tenían auto, un descapotable amarillo. Cuando
lo manejaba por el barrio la gente se arrimaba a las veredas para admirarlo al pasar. Las amas
de casa suspiraban por tener la vida que el matrimonio hacía.
El loro “Pepito” estaba enseñado por la
mujer de Don Alberto para que contestara al saludo de éste. Cuando el viejo
paseaba por el parque con su perro, su pelada brillante, su robe de toalla
semi-abierto, dejando entrever sus flacas piernas, bajo su voluminoso abdomen,
le decía_ Buenas tardes Pepito, el loro le contestaba _ Buenas tardes, vieja
loca, vieja loca. Nosotros nos tapábamos la boca para no estallar de la risa.
Al llegar el otoño aún
quedaban tardes calurosas, si bien el perfume en el aire era otro, en la casa se olía el olor a incienso y a las
velas que la abuela prendía en el altar de su cuarto por ser Semana Santa.
Igualmente se percibía un cambio en el color de la luz solar y la huerta que en
verano rebosaba compitiendo con las hierbas del parque, se iba marchitando,
permitiendo el lucimiento de los
frutales de invierno, que ostentaban la formación de sus frutos. Mi padre tenía
que llegar de viaje, la casa se preparaba para recibirlo con empanadas, ahí
andaban la abuela, mi tía y mi madre en todos los quehaceres. Con mis hermanos
saltábamos cada tanto por unos tirantes del cuartito, donde se guardaban
trastos viejos, que hacía de escalera y subíamos a la terraza. Desde ahí
podíamos divisar el vasto horizonte, quebrado por alguna arboleda añosa, ya que
las casas eran bajas y nos permitía mirar la ruta de acceso al barrio. Ante los
retos de mi madre bajábamos corriendo de nuevo a jugar. Al atardecer al fin
arribó, traía regalos para todos, para mí un
pequeño y maravilloso cordero negro. Parecía un dibujo animado. Ramón
correteaba por el césped, un poco descuidado por la ausencia paterna.
En esos días, al llegar del
colegio y antes de almorzar, tiraba mis útiles en algún sillón del living y
desesperada salía a saludar a Ramón. Jugábamos, lo abrazaba, lo besaba,
sentíamos un amor mutuo. Los gritos de las mujeres eran el coro que nos
acompañaban, el guardapolvo blanco se transformaba en una pintura surrealista de verdes y marrones.
Las manos de mi madre quedaban coloradas de tanto fregar en la batea la
complicidad de mis juegos con Ramón. Ese período otoño- invierno fueron uno de los más felices
de mi infancia. Los días feriados, mientras mi padre escuchaba por la radio los
discursos de Perón en la Plaza
de Mayo y se dedicaba a la huerta, nosotros seguíamos con nuestras correrías.
Ramón no se apartaba de mi lado. El ovejero alemán de Don Alberto se volvía
loco con nuestro bullicio y seguro olía la presencia del corderito. Los padres
de Tito y Betty eran antiperonistas, en
esas ocasiones aprovechaban a deambular por el fondo de su casa para comenzar,
a través de la cerca de alambre que nos separaba, una inocente conversación con
mi padre, que terminaba en discusión. Reprochaban la quema de las Iglesias y predecían la
caída del gobierno de Perón. Mi padre exasperado les decía- Lo que pasa
que ustedes son unos gorilas. En el centro de la escena nosotros seguíamos
haciendo de las nuestras y en el cerco opuesto, a través de la ligustrina, el
ovejero alemán nos ladraba, el loro repetía - Vieja loca, vieja loca, señal que
Don Alberto andaba chusmeando las
discusiones de los vecinos. Desde ya que el no se dignaría a discutir, estaba
más allá de todo, era el Gran Gorilón.
Al anunciarse la primavera, los olores de las
flores invadían todo el espacio, la huerta comenzaba a demostrar su presencia,
las hierbas resplandecían. En ese tiempo algo personal turbó mis maravillosos
días, tuve mi primera menstruación, era señorita. Mi madre asustada, ya que
tenía once años, no sabía como encarar tan trascendental hecho. Yo lloraba y
rezaba, no quería quedar embarazada. Eludía jugar con Tito, creía que ante el
menor roce de nuestras manchas venenosas podía embarazarme. Las pobres vírgenes
y el Corazón de Jesús de yeso, del altar
de mi abuela, estarían agotados por mí súplicas. Pero no claudiqué y seguí con
mis juegos.
Una noche, agotada por el
trajín diario, me dormí leyendo una novela de Alejandro Dumas de una de las
revistas literarias que nos traía mi padre. Tuve pesadillas, me desperté al
amanecer sollozando y transpirada.
Cuando llamé a mi madre noté revuelo en la casa, los mayores iban y venían,
cuchicheaban. Mi tía y mi abuela me atendieron,
y a fuerza de cariño y mimos lograron que me duerma. Por la mañana, era
sábado, toda la familia estaba reunida en la cocina, no me llamó la atención ya
que eran comunes esas reuniones cuando estaba mi padre, el mate pasaba de mano
en mano mientras se charlaba de cuestiones hogareñas, en las cuales no estaban
exentas las discusiones. Pero ese día estaban callados, tuvieron que contarme
la trágica realidad; el ovejero alemán de Don Alberto había saltado la
ligustrina por la noche destrozando a Ramón, mi cordero negro. Fue terrible. De
ahí en más las tardes primaverales se oscurecieron como si una fina llovizna de
cenizas las cubriera. Sentía una sensación de tristeza, por primera vez conocí
el adiós definitivo, la pérdida de alguien muy querido. Mi niñez se esfumaba
entre los olores e imágenes con la fugacidad de esa época. La muerte de Ramón
fue la bisagra que señalaba con profundo
dolor el tránsito hacia la adolescencia.
Don Alberto nos citó a mi
padre y a mí en su casa. Por primera vez entraba. Era hermosa; muchas plantas,
muebles valiosos, fotos en las que se lucía Don Alberto junto a premios
obtenidos en carreras de auto, otras en el Hipódromo, su esposa ejecutando el violonchelo. Por observar todo
casi no escuché lo que discutían. Don Alberto prometió indemnizarnos por el
asesinato de Ramón.
El tiempo, con su juego
perverso, dibujando parábolas entre la inconsciencia y la consciencia, se deslizó inclaudicable. Transitando el
último lustro de los cincuenta, la situación política del país era grave, mi
padre no dejaba de hablar sobre el tema, la radio ocupó el lugar predominante
en las reuniones familiares. Un domingo,
a la hora de almorzar, observé con extrañeza que no había movimientos
habituales, recién llegada de misa con mi abuela, corrí hacia la cocina para
disfrutar de los preparativos. Mis hermanos estaban sentados a la mesa y todo
dispuesto para comer. Me explicaron que llegaría un asado de la panadería. Era habitual, cuando el
asado era muy grande que el panadero alquile el horno. Al fin llegó,
dispuesto en una inmensa bandeja, se veía dorado con papas de
guarnición. Emanaba un exquisito olor que invitaba a comerlo. En un pinche
había una tarjeta, en ella estaban las disculpas de Don Alberto, nos enviaba un
cordero asado con intenciones de paliar en algo la muerte de Ramón. El Gran
Gorilón creía que estábamos criando al corderito para comerlo. Me descompuse,
una impotencia furiosa me invadió, odié a mis vecinos.
A mediados de septiembre los militares derrocaron a Perón. Era la
“Revolución Libertadora” Mi padre estaba
de luto, vaticinaba tiempos cruentos para nuestro país. Cuando pasaban por la
calle marchas cantando loas al nuevo gobierno,
salía desesperado a insultarlos, mi madre lloraba, sabía que podía ir
preso. Por las noches comentaban las atrocidades que estaban cometiendo los
militares con los peronistas, los comunistas y las organizaciones obreras. Al
atardecer había “Toque de Queda”, no se podía transitar por las calles, las
leyes militares eran muy duras. Con Betty, como desafiando la fuga de la niñez,
nos escapábamos después de la hora prohibida y nos refugiábamos en la pequeña
empalizada de la casa de Don Alberto. Ahí escondidas, espiábamos los tanques de
guerra que pasaban por las calles escrutando alguna violación del “Toque de Queda”
por parte de grupos de resistencia. Una tarde, en una de nuestras habituales
aventuras, en las que de una manera masoquista, sufríamos, pues pensábamos que
si nos descubrían iríamos presas y sin más nos fusilarían, escuchamos tiros
dentro de la casa de Don Alberto. No puedo describir el terror que sentimos.
Por supuesto huimos, agachadas, protegidas por el crepúsculo, temblando de
miedo, hacia nuestras casas.
Don Alberto se había
suicidado, no pudo soportar una enfermedad incurable. Con el tiempo su esposa
se mudó a un departamento del centro de la ciudad. El ovejero alemán fue
regalado a unos amigos del campo, el loro fue obsequiado a mi familia.
Aún tengo en mis oídos,
cuando al atardecer llegaba del secundario, la metálica voz que repetía_ Buenas
tardes, vieja loca, vieja loca. Entonces sentía una profunda melancolía y me
iba hacia el fondo de la casa, quería ver si las hierbas aún resplandecían.*******************************************************
LOS PASOS DE LOS DUENDES SOBRE LAS HOJAS CAIDAS DEL OTOÑO.
Ser docente y atender a una familia
no es poca cosa. Llego corriendo a cocinar, luego de tirar la cartera y los
libros en un sillón, me coloco el delantal y comienzo a preparar la salsa,
luego pondré el agua a hervir para los fideos. Me encanta sentir el olor del
ajo, el perejil y el laurel dorándose con la carne picada ¡ Ay! se me fue la
mano con la sal ¡ También! Me quedé
enganchada con la clase ¡ Cómo me podría sustraer al apasionado mundo del cosmos! ¡Las caritas de los chicos cuando una explica
el Big-Bang, la expansión del universo, los cuásares, los agujeros negros!
Al tomar conciencia me admiro de
todo lo que podemos hacer las mujeres en una hora ¡ Ni que decir en un día! . Mientras
abro la lata de pomarola recuerdo que tengo que poner la ropa de color en el
lavarropas. Con un pie cierro la heladera y cuando paso por un pequeño espejo
que coloqué estratégicamente en un lugar aledaño a la cocina me asombra ver mi
imagen. Antes de volver al colegio por la tarde, necesito un buen retoque, con
este aspecto no puedo presentarme ante los alumnos.
Todo listo para comer, escucho
la puerta, suena el cencerro de bronce, seguramente es mi eternidad. Siempre me
emociona su llegada. ¡Lucio fue tan
esperado!¡ Lo amo tanto!. Como todo pre-adolescente tiene días que está
comunicativo y otros que las únicas palabras son; _ Bien; - Nada. Lo que sí le
gusta y se devora es lo que cocino. Su padre llega más tarde y la vorágine cotidiana
nos envuelve. Hoy es un día que no charla mucho, está pensativo, me sumo en mis
pensamientos. ¡ Hm! Por la tarde tengo que dar fotosíntesis _ ¡Chicos, este
proceso es la base de la vida! Sin las plantas en el planeta no existiríamos,
las hojas poseen clorofila para captar la luz del sol y las raíces absorben el
agua de la tierra, con estos elementos...
_¡ Mami....Fito escuchó a los duendes...! Mi mente parece un torbellino
y aterriza.
_ Perdón hijo ¿ Qué me decías?.
_ Ves, después me decís que no te
cuento nada.
_Bueno...bueno, te pedí disculpas, por
favor explicame lo de los duendes.
_ Lo que pasa es que a vos no te gusta
ir de campamento.
¡Hm! Pensé en mi pobre columna, en mi
cómodo colchón y todo lo demás que necesitaba para el bienestar.
_ Lucio, sabés que los fines de semana corrijo
trabajos, el tiempo me es escaso.
_ ¡ No! A vos te gusta estar con los
libros, además no creés en los duendes para vos si todo no está comprobado no
existe.
Me sentí
angustiada y culpable, como todas las madres que trabajan.
_No es tan así Lucio, por favor,
contame la historia de los duendes. Su cara se iluminó.
_ La Abuela de Fito, que tiene ciento tres años,
cuenta que los duendes que andan por el bosque, son pequeñitos, como gnomos.
Resulta que una vez Dios tenía un ayudante que era su mano derecha pero éste
era muy ambicioso y egoísta, él quería tener todo el poder. Dios, enojado, lo
echó del cielo y al cerrar las puertas quedaron fuera muchos ángeles que
seguían al malvado. Al vivir tanto tiempo en la tierra éstos perdieron sus
alas, ahora vagan arrepentidos por los bosques. La abuela vivió siempre en el
campo y dice que los vio, ahora que no se puede mover vive en el pueblo, pero
Fito fue de campamento con los padres y me juró que los escuchó.
Seguimos charlando sobre el tema,
en esta zona de la Patagonia
es muy común escuchar leyendas de origen mapuche, historias de ovnis u otras
con matices mágicos. Llegamos a un acuerdo, el próximo fin de semana largo
iríamos de campamento ya que pronto llegaría la temporada de lluvias y nevadas.
Camino hacia la escuela se
mezclaban en mi mente dos temas; la fotosíntesis y el campamento...¡ Uy...uy..!
Utensilios, víveres, antiinflamatarios. En fin, debo dejar de rumiar los
preparativos y poner manos a la obra. En algo tenía razón mi hijo.
Y llegó “El Gran Día”, elegimos
Semana Santa, que para nuestra suerte cayó los primeros días de abril. San
Martín De Los Andes es muy estable, climáticamente hablando, para esta época,
noches y mañanas frías, soleadas y tibias a la hora de la siesta. El colorido
impresiona los sentidos, uno se enfrenta con luminosos colores verdes, ocres,
rojos, amarillos... el cielo azul...muy azul.
Durante el trayecto a Yuco,
lugar elegido para acampar, observamos con detenimiento el paisaje. El Cerro
Chapelco empieza a mostrar manchones de nieve y los senderos del bosque se
alfombran de otoño. Ni bien llegamos nos
dedicamos a armar la carpa, el tiempo apremiaba, teníamos que ganarle al
crepúsculo. En realidad este trabajo no me gusta mucho pero es tanto lo que hay
que hacer y el entorno es tan bello que mi fastidio se esconde en las tareas.
Sammy, la perrita Fox_terrier, tan querida por nosotros, corre como loca hasta
el lago y vuelve alegre a recibir mimos
para luego retomar su circuito. Los
animales captan de manera extraordinaria la libertad de la naturaleza.
Desde la entrada a la carpa se ve el majestuoso
lago Lácar ¡ Cuánta belleza y
misterio encierra! Dejo volar mi mente recreando la época de las glaciaciones
que lo formaron y una agradece que el destino nos haya traído millones de años
después a vivir en esta geografía. Hay que hacer la hoguera, Lucio y su padre
buscan ramas para alimentar el fuego. Preparo el mate, lo compartiremos junto a
la fogata mientras se hace la comida, la noche se está anunciando y el frío
también.
Comemos cordero con papas, a
la olla y bien condimentados, bebemos vino, gaseosas y charlamos. Las ideas
surgen como una lluvia benefactora, nos olvidamos de discutir sobre la economía
hogareña, la ropa tirada, los platos sucios. Conversamos sobre leyendas, sobre
el “ Cuero del lago” que muchos nativos vieron flotar en distintas épocas, de
los ovnis que estacionan detrás de algún cerro, o de los que salen velozmente
desde las profundidades del lago. No puedo con mi genio y al mirar el cielo
espectacular, con la Cruz Del
Sur indicando soberana nuestro hemisferio, pienso en voz alta lo maravillosos
que es estar viajando en esta nave azul, acompañando al sol en su viaje por el
espacio ¿ Qué seres de otras galaxias o desde la nuestra, nos acompañarán en
este fascinante deambular por el cosmos? Los ojos de mi hijo se encuentran con
los de su padre, cómplices, como resignados a esta mujer educadora. Luego, el
silencio. Al acostarnos solo se escucha el murmullo del bosque.
La mañana nos sorprendió
muy fría, vigorizante y le devolvimos la
sorpresa con nuestras risas, no es común que despertemos con tan buen ánimo,
siempre apurados y conscientes de nuestras obligaciones. Sammy, feliz con los
paseos. Lucio y su padre tratando de aprovechar los últimos días de pesca
permitida. Me deleito observando la vegetación, la riqueza de este bosque
patagónico, la mente medita y goza.
En vísperas de nuestro
regreso al hogar decidimos como cena de despedida asar las truchas pescadas. ¡Un
manjar! Luego de las tareas posteriores a la cena nos preparamos para dormir,
hacía frío, me acerqué para abrazar el cuerpito caliente de mi hijo ¡Doce años!
¿Cuántas ilusiones jugarían en su cabeza? El tiempo pasaba y seguía abrazada a
él, pensaba que la rutina no nos permite preguntarnos estas cosas ¿O será que
el futuro nos da cierto temor? Los padres siempre estamos ayudándoles a
construir su propio destino pero pocas veces tratamos de conversar con ellos
sobre sus sueños, sus anhelos, sus miedos. Es como si quisiéramos empujar el
tiempo, pero en realidad ellos nos necesitan ¡ Ya!¡ Ahora!
Mi marido dormía y Sammy estaba
descansando arrollada a los pies de Lucio, cuando en el silencio de la noche se
escuchó el crujir de las hojas sobre el suelo otoñal. La perra se incorporó,
movió las orejas como buscando la dirección de los sonidos. Lució se sentó como
un resorte y me miró, nuestras miradas se cruzaron y recordé que
se parecían a las milagrosas miradas de
ese único e irrepetible momento en que lo amamantaba. Con una voz casi quebrada
me dijo. _ ¡ Los duendes! . Escuchamos juntos, abrazados, cómo los reposados pasos
hacían sonar las hojas, como teclas de un piano. Luego se alejaron, suavemente,
dejándonos una milagrosa melodía en
nuestros oídos y en nuestros espíritus. Lucio seguía mirándome, en ese momento
quise atrapar el instante en que su niñez huía hacia la adolescencia y supe que
sea cual fuere su destino, jamás olvidaría que cuando escuchó el paso de los
duendes sobre las hojas caídas del otoño, estaba abrazado a su madre***
LA TIJERA
DE DOÑA ASUNTA. En antología “ Junín País 2003”
Estábamos
acostumbrados a que temblaran los vidrios por las bombas de los insurrectos,
pero esta vez la situación parecía mucho más violenta. Estos acontecimientos,
sumados al terror que sentíamos con mi primo Pepe, no permitían que pasara
alimento alguno por mi garganta.
Mis
padres y mis tíos charlaban sobre el “Golpe de Estado” a decir verdad un poco
asustados. Se comentaba que el General Perón estaba cerca de La Plata, más precisamente en
Ensenada, por esa causa los rebeldes amenazaban con hacer volar la destilería.
Supongo que nosotros tendríamos la cara demudada, ya que mi madre me dijo.
_ Rosita, no te asustes, esto pasará. En ese momento
el bombardeo fue terrible, a tal punto que estallaron los vidrios de la
ventana; ahí me agarró un ataque de nervios, sentí que me hundía en un abismo
interminable, escuchaba una voz muy lejana que como eco repetía.
_ ¡ Rosita...Rosita! pensé que me estaba muriendo,
como un relámpago pasaron por mi mente los últimos acontecimientos vividos.
La historia comenzó una tarde de domingo, gris y destemplada, cuando mi tío Antonio llegó a mi
casa junto a su madre, doña Asunta. La viejecita vestía de negro, su cara muy
arrugada resaltaba entre sus cabellos blancos, peinados en forma de rodete que
caía pesado rozando su cuello. Un pequeño sombrero con flores de tela
marchita lo adornaban y en su mano
temblorosa portaba una gastada cartera; el tío Antonio cargaba unas cajas y una
valija inmensa. Mamá los recibió cariñosamente, Pepe y yo, con la picardía de
los once años, nos codeábamos y reprimíamos la risa que pugnaba por salir como
estampida en cualquier momento. La anciana nos miró seriamente, diría de manera
admonitoria, lanzó un gruñido como saludo y se atrincheró en un mutismo
absoluto.
Doña Asunta venía a vivir a nuestro hogar. La Abuela de Pepe no tenía
lugar en la casa de su hijo, hacia poco tiempo había llegado de Calabria y mis
padres, siempre tan generosos le ofrecieron asilo. Se le asignó una habitación
muy grande, de techos altos, que hacía las veces de comedor y dormitorio, la
misma se situaba al fondo de la larga galería. La ventana de la pieza daba a
los fondos de la casa, desde donde se podía divisar la quinta, con su huerta
y frutales, predominantes de citrus, y
finalmente el gallinero, lugar en el que solíamos jugar ya que estaba cubierto
de cañas que se doblaban ante nuestro peso, cuando heroicamente representábamos
a los reyes de la selva. La puerta daba a la galería, era de madera y vidrios
vestidos por cortinas de encaje al crochet. Toda esa tarde fue un
acontecimiento para nosotros ya que fuimos en comitiva familiar en ayuda de Doña Asunta a desempacar.
Nuestros ojos no alcanzaban para observar los objetos más extraños que salían
de las cajas, entre ellos una tijera gigante, no entendíamos para qué la
usaría.
A
partir de ese domingo nuestras travesuras se multiplicaron; volvíamos loca a la
anciana. Ante cada maldad nuestra doña
Asunta lanzaba una suerte de improperios en su dialecto, cosa que provocaba aún
más nuestra insolencia y nuestra algarabía. En realidad durante la semana la
situación se mantenía normal y apacible pero los viernes por la tarde llegaba
Pepe, luego de finalizada la semana escolar, a pasar el fin de semana. Los
domingos a mediodía se otorgaba una tregua, pues después de cumplir con la misa festejábamos
el día de descanso en ruidosa armonía, comiendo unos exquisitos ravioles o
tallarines con tuco. Mientras levantábamos la mesa, Pepe y yo, aprovechando la
distracción de los adultos, tomábamos los sobrantes de las copas con vino
Chianti con que los adultos regaban la comilona. Lo que más nos divertía
ocurría a la hora de la siesta. Esperábamos a la pobre vieja que tendiera su
ropa, el tendedero estaba entre la quinta y el gallinero, subidos a las plantas
de mandarinas o escondidos entre las cañas
y desde allí le tirábamos algunos frutos todavía verdes. Solo nos
castigaban si ella iba a contar, pues como era obvio, los hechos ocurrían
bastante alejados de la casa. Cuando
oscurecía, la espiábamos por las cortinas de crochet de la puerta e imitábamos
ruidos extraños que le causaban terror.
El anochecer anterior al conflicto político, que tuvo como
consecuencia los bombardeos, nuestra
maldad llegó al máximo ya que cazamos un escuerzo, que deambulaban por los
charcos de los fondos debido a una sorpresiva lluvia de características
estivales, y se lo lanzamos a la habitación. A cada rato íbamos a espiar,
favorecidos por la luz del techo que
dejaba encendida hasta muy tarde, para ver
que ocurría cuando encontrara al horrible anfibio. Así alternábamos el juego con las figuritas y una corridita
hasta la puerta de la habitación de la anciana. Llegó un momento que nos
aburrimos del juego y decidimos ir por última vez a fisgonear, luego queríamos leer unas
revistas de Misterix que nos apasionaban. Nos acercamos sigilosamente agachados
y levantamos nuestras cabezas muy
despacio, poniéndonos en punta de pie para observar mejor a través del
vidrio. El espanto nos paralizó, doña Asunta yacía de espaldas y levemente
inclinada hacia nosotros, recostada en
el sillón hamaca. Se veía su blanca cabellera con su rodete apoyado en el
espaldar del sillón, una parte de su frente y sobresaliendo, gigantes, los ojos
de la tijera, que parecía clavada sobre su pecho. Por un costado caía una hebra de sangre que llegaba al piso en forma
de pequeñas gotas. Corrimos desesperados
a mi habitación, jurándonos solemnemente que nada diríamos. Nos hicimos los
dormidos, dejando las revistas desparramadas por el suelo, como si hubiéramos
estado leyendo.
La mañana que coincidieron los hechos políticos con la tragedia
familiar, nos encontró a todos desayunando, excepto la abuela de Pepe, cosa que
extrañó a mis padres, pero decidieron dejarla descansar un rato más. Por
supuesto con mi primo disimulábamos el pánico, charlando y diciendo
estupideces, hasta que la ventana y yo estallamos.
Cuando volví en mí, vi el rostro dulce de mi madre, a la vez que sentí el placer de estar viva,
disfrutando la frescura del paño que colocaba sobre mi frente. Aún aturdida
escuché su voz venida desde la distancia
que comentaba.
_ ¡ Qué día por Dios! Suerte que doña Asunta se está
reponiendo del desmayo que sufrió anoche ¡ Pobre mujer! Se lastimó un poco la
mano ¡ Pero tener que matar un sapo con una tijera!
Mientras tanto radio Colonia, con su típica musiquita de fondo,
pregonaba que Perón había huido en una cañonera.***
“LAS LUCIERNAGAS
DE LA CRUZ DEL
SUR”
Alcancé a plantar la
última primavera en el macetero cuando comenzó a llover, las montañas quedaron
desdibujadas por el telón acuoso y ya no podía disfrutar del verde intenso de
los bosques, para mi sorpresa, se infiltraban entre las gotas, incipientes copos
de nieve que pugnaban por armarse y dominar la precipitación. Estábamos a fines
de septiembre, en el pueblo creíamos que ya había caído la última nevada, pero
la naturaleza sigue sus códigos, suspendo las tareas en el jardín y entro a la
casa, debo prender las leñas del hogar, el frío comienza a sentirse.
Disfrutar de un café,
mirar televisión, pequeño recreo, en
pocas horas estará la familia reunida y debo dedicarme a las tareas comunes.
-
Mami, la maestra te mandó un comunicado, debés firmarlo.
-
Querida, mi camisa gris la necesito para el jueves, tengo reunión.
-
No quiero tomar más sopa, estoy harto.
-
Planifiquemos el fin de semana largo, quizás un breve campamento.
-
¡Basta de rutina, relax, relax…!
Pero mi estado de relax
salta como un resorte, en la pantalla está la imagen de un hombre, un profesor
en ciencias políticas español que visita la Argentina, su nombre
produce mi conmoción. ¡ José Carlos! Mi
mente comienza a desandar por un túnel que me lleva a recuerdos de la infancia.
Eran épocas de posguerra,
una mañana en la cual el viento proveniente del río traía anuncio de lluvias
estivales, el barrio se vio alborotado. Habían estacionado camiones del
ejército en el “ campito” que algún día sería plaza, de ellos comenzaron a
bajar familias de inmigrantes. Era un acontecimiento extraordinario, los
vecinos salían a las puertas de sus casas a observar el suceso, los más chicos
cruzamos las calles y nos metimos en el “campito” para ver de cerca todo lo que
ocurría. Se veían personas de todas las edades,
hablaban distintos idiomas. De ahí en más la vida de ese barrio platense
cambió totalmente.
Al estar de vacaciones
podíamos disfrutar desde la mañana temprano el movimiento de los extranjeros.
Yo los espiaba desde el dormitorio de mis padres cuya ventana daba a la calle,
tenía un mirador envidiable. Por la tarde me cruzaba al campamento que habían
levantado los nuevos y exóticos vecinos. Antes de hacerlo arreglaba mi pelo con
más esmero y robaba un poquitín de perfume a mi madre, tenía doce años, los
chicos inmigrantes me parecían hermosos. Algunos eran introvertidos, otros más
sociables, nos fuimos haciendo amigos. Con las chicas de mi edad jugábamos a
las figuritas, cara o seca, y a las muñecas. Entre todos a la rayuela,
escondidas, mancha venenosa o “Farolera Tropezó”. Si por alguna causa no
cruzaba me llamaban _¡Rita...Rita! y yo
salía presurosa con mis figuritas, las trenzas recién hechas por mi mamá y el
corazón palpitante de ilusiones.
Predominaban españoles, vascos franceses y portugueses.
Los vascos eran los más bellos, los veía inalcanzables más aún cuando hablaban
un idioma tan diferente al nuestro. Cada familia vivía en grandes carpas pero
al poco tiempo comenzaron a construir sus propias casas sobre terrenos que el
gobierno les había adjudicado, cercanos a la plaza. Eran muy trabajadores y
hasta los niños colaboraban en la construcción de sus futuros hogares. ¡ Cómo
me cautivaba verlos en su rutina! Las mujeres lavaban la ropa en bateas y las
fregaban con cadenciosa energía mientras entonaban canciones de sus terruños.
Me sorprendía ver tomar el vino en un objeto de cuero que lo llamaban bota. Don
Ramón, el portugués, comía fideos al pesto y tomaba el vino de esa manera.
Aprendí muchas costumbres, entre ellas la de bailar la jota aragonesa, y no
dudo que ellos aprendieron tradiciones nuestras, el mate era un ritual que lo
asimilaron de manera entusiasta. Valoraban sobre manera lo que obtenían, eran
muy ahorrativos, esto les daba un ligero aire de superioridad respecto a
nuestras costumbres, no podían creer la cantidad de alimentos que
ingeríamos. ¡Nuestros famosos asados!
Fue una época muy feliz. Luego de la cena, en las noches de verano de calor
abrumador, nuestros padres nos dejaban jugar hasta tarde, a esa hora
preferíamos jugar a las escondidas, la noche participaba cómplice de nuestros
refugios.
¡Rita! Época de sueños, rasguños a un futuro inventado, mejillas coloradas y
oleadas de sensaciones nuevas en el cuerpo. Sentido de vergüenza, la religión
implacable con su dedo acusatorio respecto a esas sensaciones. Culpas, culpas.
Pero la vida siempre gana. La intensidad de la vida.
La plaza tenía luz en las
esquinas y como era de una manzana de extensión, predominaba la oscuridad, cada
carpa tenía sus propios faroles. Recordando las imágenes de ese pasado se me
ocurren que eran mágicas. Las noches
estrelladas en las que reinaba la
Cruz del Sur, era para los inmigrantes la realidad que les señalaba
el cosmos de encontrarse al sur del planeta y tan lejos de sus patrias. Miles,
miles de luciérnagas danzaban alrededor de nuestras correrías. Gritos, risas y
silencios. Cuando la lluvia acechaba se sumaban a nuestro juvenil alboroto el
canto de los grillos y el croar de las ranas. Durante nuestro escondite, el
silencio dejaba escuchar nostálgicas castañuelas o dulces melodías portuguesas.
¡ Cómo que no se ve La Cruz Del Sur!
¡ Y las Tres Marías tampoco?
- ¿Qué constelaciones se ven en el
Hemisferio Norte?
Con el tiempo me incliné
hacia la amistad de un “Galleguito” que en realidad era de la zona de Valencia. Contaba de su hermosa ciudad de
Alicante, el mar Mediterráneo, el Monte
Benacantil con su castillo de Santa Bàrbara, los Festejos en las noches de San
Juan con sus hogueras durante el solsticio de verano, los fuegos artificiales,
la tarta de atún que comían para la ocasión, fiestas cuyos orígenes se perdían
en la noche del tiempo. Yo quería estar todo el día con él, José Carlos era el
más serio del grupo, tenía quince años y una belleza enternecedora. Su piel de
nácar resaltaba sus grandes ojos negros y el gracejo que tenía para hablar me
tenían en un estado de éxtasis. Una de esas tantas noches jugábamos a las escondidas, pero las reglas
del juego, supongo que lo decidimos pícaramente, era hacerlo por parejas. Yo,
embriagada de vida, me adorné el pelo y la frente con luciérnagas y en los
dedos lucía anillos de falsos diamantes. Estaba iluminada, las estrellas habían
descendido para embellecer mi felicidad. Así, radiante de la mano de mi
príncipe extranjero, corrimos a escondernos. Nos arrodillamos, entre unos
pastos altos que crecían a la vera de la calle cuyas flores exhalaban un
perfume exquisito, nos miramos, fueron instantes sagrados, los sentimientos
quedan paralizados, es como una foto del alma. El mundo seguía su movimiento y
nosotros ahí, atrapados en las redes del espacio y el tiempo ¡ Flasch! y te marca para toda la vida. ¡Doce y quince
años! y la Cruz
del Sur, las luciérnagas y la vida que seguirá
de manera inexorable su camino. Nos tomamos de las manos sin hablar, de
pronto me abrazó y se puso a llorar. En ese momento comencé a dejar el juego de
la niñez para andar por otro sendero, el más espinoso, es el camino en el que
juegan los adultos y así como destrocé luciérnagas para adornarme, así
destruyeron los adultos nuestro mundo de
niños. Es la guerra, es el hambre, José Carlos me contó por la tragedia que
había pasado con su madre durante la Guerra Civil Española, la lucha, la dictadura de
Franco. Lograron llegar a América, cobijados por su tía, que era mi vecina,
pero sólo pensaban en regresar, su padre estaba preso, fue combatiente
republicano. Y así lo hicieron, nunca más supe de él hasta hoy.
Y la niñez se fue y las
noches del estío en la ciudad de La
Plata iluminadas por las luciérnagas y la Cruz del Sur y nosotros,
maravillosos niños arrodillados, quedaron para siempre.
Mi piel tensa y húmeda por
la emoción sintió un escalofrío, tenía su imagen de hombre ante mí. José Carlos pudo triunfar sobre su dolor, me
sentí feliz de haber sido un pequeño eslabón en una etapa maravillosa de la
vida.
Sentí pasos sobre la nieve
acumulada en el jardín de este lugar patagónico. Con lágrimas en los ojos me
levanté para espiar por la ventana el arribo de mi familia, la que armé con el
hombre que fue mi compañero del espinoso camino, el de la lucha cotidiana, con
el que juntos sufrimos los dramáticos sucesos, aquí también ocurrieron, de este
difícil, solidario, inmaduro, ultrajado,
bello país que se encuentra bajo la Cruz del Sur.******
“PERFUMES
LEJANOS”.
MENCIÓN DE HONOR POR CERTÁMEN INTERNACIONAL “ JUNÍN
PAÍS” BUENOS AIRES ARGENTINA Y SELECCIONADO PARA ANTOLOGÍA 2007.
...Tú tienes la
forma de una fuente no de agua sino de
tiempo
En lo alto del
chorro de la fuente saltan mis pedazos
el fui, el soy, el
no soy todavía, mi vida no pesa.
El pasado se
adelgaza. El futuro es un poco de agua en tus
ojos.
No sentí que fracasé, pero debía hurgar, buscar en mi mente el origen de
esa explosión que no me permitió seguir con la lectura del poema. El público
aplaudió cálido, como apoyando esa emoción... Y sí, siempre me perseguirá la
nostalgia, sello justificado, es la vida que me tocó. Más de una vez, mientras
cae la nieve y sopla el viento desde el Pacífico, me he preguntado ¿Qué hago
acá, en la Patagonia?
Le contaba que salimos temprano de la escuela por el eclipse de sol,
todos nos asustamos, hasta los pájaros, porque el día se hizo de noche. La
abuela Rosario, con su mirada de tierra oscura de musgos, velada por el
desarraigo, me miraba, mientras revolvía en la olla de hierro, traída desde su
tierra subtropical, los chicharrones de la pella de grasa vacuna. Su amor
brotaba en la gran cocina de la casa platense, desde sus manos mágicas,
mientras esculpía esas comidas de sabor profundo, misterioso del noroeste.
Habían comenzado los preparativos para la fiesta de mi “Primera Comunión” y no
faltaría nadie, las empanadas de la abuela eran famosas desde el Bosque hasta
la entrada de La Plata. Era
la época en la que en una cuadra habitaban italianos, españoles, brasileños,
norteños como nosotros y aún una familia japonesa. Era una época en las que los
aromas de comidas exóticas y criollas se mezclaban con el olor a pasto recién cortado, el perfume de los
jazmines del cabo y el olor al Río De La Plata que traía el viento
del este. Era una época en la cual los viejos vivían con sus familias y las
bibliotecas de los clubes de barrio eran santuarios para los pibes y leer era
un escudo de nobleza. En las fiestas patrias se escuchaban zambas , pasodobles
y a todo los inmigrantes nos unía el mate y el asado. Pero las empanadas de la
abuela son inolvidables. Los preparativos hasta el momento de hincarles el
diente duraban tres días.
Al día siguiente se colaban los chicharrones para separarlos de la grasa
caliente, cuyo futuro serían las tortillas de grasa - Comé hijita, comé, estás
muy delgada, se persignaba, cuando venís se te ven solo los ojos, y así una se
volvía gordita y saludable. Luego preparaba la masa, una vez lista se formaban
los “pupos”, tarea en la que yo ayudaba- Así Nóe, deben quedar bien redonditas.
Me encantaba darle esa forma redonda a
la suave pasta y luego hundirle un dedo en el medio. Estirados con el palo
serían las tapas para el relleno. Mientras tanto en una gran olla, mi madre
hervía en la cocina la gallina elegida por la abuela del superpoblado
gallinero. Una vez cocida se picaba la gallina y carne vacuna cruda, a mano y
con un cuchillo afilado para el caso. El caldo que quedaba era tomado como una ceremonia, debíamos estar
bien alimentados, según la abuela los
pueblos antiguos lo valoraban por las ricas sustancias que hacían más fuertes a
su gente, yo no entendía mucho, pero me gustaba, la prefería al horrible hígado
de bacalao que me daban cuando empezaban las clases.
En esos días yo había suspendido mis correrías habituales, tenía una
sensación de santidad, mis amigos me extrañaban pero estaba convencida que
debía estar en un estado de pureza inmaculada, pronto recibiría a Dios y debía
confesarme de manera asidua, no podía
jugar a la mancha venenosa ni al médico, aunque en los atardeceres sentía el
griterío de los chicos en la plaza de enfrente de la casa, ahí me corría un
cosquilleo por el cuerpo y sentía el impulso de salir corriendo a jugar. Por la
noche espiaba por la ventana de la pieza de mi madre las actividades de los
nuevos inmigrantes, sufridas familias de la posguerra, que llegaron en esos
días. Vivían por el momento en carpas, en un sitio del amplio espacio de la plaza, que les había provisto el
gobierno hasta que se hicieran sus casas en terrenos adjudicados. Se veían
luces de faroles en la oscuridad de la noche y miles de luciérnagas acompañando
los juegos de los chicos, sus voces resaltaban con tonos europeos y las ranas y
los grillos parecían burlarse haciendo coro desde las acequias, entonces yo
buscaba en el cielo las constelaciones que marcaban el Hemisferio Sur y mi
lugar en el mundo; Las Tres Marías; La Cruz Del sur, pensando que extraños se sentirían
los vecinos, esas no eran sus estrellas. Los días pasaron volando, entre mis
viajes hacia la Iglesia
donde tomaría la comunión, el estudio del catecismo, las últimas jornadas de
clases y las pruebas del vestido que luciría. Mi tía, famosa modista, era la
encargada de su confección. No sé porque capricho, ni de donde sacó la idea,
pero se le ocurrió que quería innovar, mi vestido no sería largo, sí blanco,
bordado, pero la falda a media pierna. El modelo imitaba a los clásicos vestidos
de las ¡Holandesas! Hasta me hizo el casco con alitas para arriba que lucían
esas extrañas mujeres y bueno, en las fotos aparezco con mi cara de santa, mi
piel trigueña, mis grandes ojos negros asombrados y en las manos, juntas como
rezando, el libro blanco de nácar y el rosario. ¡Flash...flash..! La noche
anterior no pude dormir, por suerte toda la familia descansaba, excepto la
abuela, pensativa quedó en la cocina fumando su cigarro de chala de caña de
azúcar, ella misma lo armaba, el tabaco y la chala se lo mandaban sus parientes
del norte. Me acerqué a ella y la abracé, era feliz al sentir su olor a
naranjos y a caramelos de menta.
Y
llegó el día. Desde muy temprano toda la familia entró en acción, mis hermanos
menores me miraban como si fuera una princesa, en cierta manera todo giraba en
función de homenajearme, pero desde la distancia del tiempo y el espacio estoy
convencida que la fiesta era para ellos. Todo debía estar listo para cuando
regresemos y lleguen los invitados. Con la abuela Rosario se quedaba una prima que le ayudaría a armar las
empanadas. El aroma inundaba toda la cocina, aún hoy los vientos del recuerdo
me lo acercan, es un aroma donde se refugian todos los sabores: el dorado de
las cebollas verdeo, ají morrones, las carnes de la gallina y vacuna picadas,
mezclados con el aditamento de las especies; pizca de pimienta, ají molido,
pimentón y el toque esencial del comino. Las blancas papas cortadas en dados,
previamente cocidas, resaltaban el colorido de la olla. En platos hondos , los
huevos duros picados, las pasas de uvas remojadas en agua y las aceitunas ,
esperaban como toque final, coronando el relleno antes de hacer el repulgue de
las empanadas.
Y
aparecí, vestida de holandesa, reluciente, la casa brillaba, estaba feliz. Era
un día maravilloso, una tregua. Los conflictos provenían de cierta anarquía con
que mi padre llevaba la economía del hogar y los celos de mi madre. Él fue contratado por un club de fútbol de La
Plata, era arquero, de ahí la migración de mis padres y luego la de la abuela y
tía desde Tucumán. En pocos años su carrera fue exitosa pero la frecuencia a
fiestas en su homenaje y nuevas amistades,
algunas poco confiables, provocaban los celos de mi madre y las
terribles discusiones. Al ser la mayor de mis hermanos, pronto cumpliría los
diez años, yo estaba siempre alerta ante estas situaciones, cuando las cosas se
ponían difíciles me refugiaba en los juegos con los chicos del barrio, en mis
libros o en esos días con los preparativos de la “Primera Comunión”
Tomamos el micro que nos llevaba a
todos, ocupamos gran parte del mismo. Iba quieta, rígida, no quería que se
arrugue el vestido, ya había planificado guardarlo en una caja especial.
Durante el viaje, mirando por la ventanilla, creí ver en las nubes las siluetas
de la Virgen, Dios y los Santos. Mi abuela me había enseñado a buscar imágenes
en ellas así como en la luna. En las “Noche de Reyes”, sentadas en la vereda,
agobiadas por el calor, ella en el sillón hamaca dándose aire con su abanico
tornasolado, yo sentada en el brazo del sillón,
me mostraba como se veía que la Virgen traía al niño Jesús sentado en un
burro y José al lado, los Reyes Magos los acompañaban en una estrella trayendo
los regalos. Nunca perdí la curiosidad de buscar misterios en el cosmos.
Al entrar por la nave principal de la antigua Iglesia, sentí una emoción
que me desbordaba, la luminosidad que entraba por los vitrales y el canto de
los coros acompañaron el momento mágico en el que recibí la comunión. Todo quedaría
en un cofre dorado, los pasos de mi vida fueron muy disímiles a ese momento.
De regreso entré corriendo a la casa, ya estaba llena de gente, amigos
de mis padres y vecinos. Al costado de la cintura del vestido colgaba una pequeña bolsa con puntillas, ahí todos
depositaban algunas monedas o billetes, eran los regalos. Fui hacia el
fondo cerca de la huerta, sobre el piso
de tierra, estaban haciendo un asado. El patio era inmenso y con los chicos
hacíamos un barullo que competía con el ruido de la música de la radio y la
charla de los adultos. Al aviso - ¡Ya están las empanadas! Todo fue una
estampida. Sobre la mesa de la cocina, en una inmensa fuente enlozada, brillaban, doradas por la
fritura en la olla de hierro, las famosas empanadas tucumanas. Tomé una, de
manera atropellada le hinqué los dientes, sentí el calor en el pecho. Un chorro
de jugo grasoso, colorado, se derramó sobre las puntillas y bordados del blanco vestido de holandesa. Casi me
pongo a llorar, pero no, era mi fiesta, me fui a cambiar, no iba a arruinar un
día tan especial. Entré en mi habitación, cuando me estaba cambiando sentí risitas y murmullos, me acerqué a la puerta,
seguí por el corto pasillo que daba al living, todo estaba oscuro para evitar
la entrada de la luz y de las moscas,
los días eran calurosos. Espié tras las cortinas de brocado, en un rincón de la
sala, entre penumbras, divisé la silueta de mi padre jugando con los cabellos
de una mujer, ella se agachaba y movía como tratando de esquivarlo pero se quedaba.
No quise ver más, huí en busca de mis amigos, pero en ese día ya nada tenía
sentido.
Ahora, sabiendo de mi llanto, no me importa que el pasado se adelgace,
ni que mis pedazos salten en lo alto del chorro de la fuente, ni este viento
que sopla del Pacífico y trae la nieve, todo ocurre bajo las mismas estrellas.
Sí querría volver a mirarme en tus ojos de tierra oscura de musgos, mientras te
cuento abuela, sobre el eclipse de sol y el miedo que tengo y cómo los pájaros
también se asustan, mientras revuelves los
chicharrones en tu olla norteña.***