Hace
mucho tiempo que Joaquín Ibañez no se sentía tan feliz. El Sol pretendía
esconderse tras los cerros, pero los últimos rayos jugaban a iluminar, como si
fueran teclas de un piano tocadas mágicamente,
la loma congelada de los bosques,
un ángulo del valle o el rostro de Joaquín reflejado en el espejo que
había colgado del tronco, haciendo de pilar en la puerta de la casa. Su rostro
curtido parecía sereno si no fuese por ese leve rictus que la nostalgia le
había puesto como un sello entre la boca y la mejilla izquierda. ¿Sólo la nostalgia? Ya habían pasado tres años,
allí quedaron sus compañeros muertos, otros torturados, tenía la imagen del
caos, pudo escaparse pero los fantasmas lo perseguían, para colmo de este lado
de la Cordillera
la cosa estaba densa peligrosa, llegaban
murmullos de terror desde la capital.
La jornada había sido espectacular, el aire frío
vigorizaba, pero estaba el sol y le pagaron la quincena. Esa noche iba a salir,
no ahorraría y aún más no leería a Neruda ni escucharía a Violeta Parra ni a
Víctor Jara, solo se reiría, tomaría
pisco y sexo, sexo toda la noche. Siguió afeitándose, por un momento lo
quiso dominar la angustia de la nostalgia cuando en el espejo quedó reflejado
fugazmente la silueta de los cerros con sus bosques congelados y como siempre
parecía que desplegaba sus alas de águila y cruzaba la Cordillera ,
sobrevolando su amada patria, engarzada entre la tierra y el mar.
Bañado
y perfumado, las once de la noche lo encontró
subiendo despaciosamente la cuesta que lo llevaría a La Casa De La Colina. Al cruzar el
estrecho puente se detuvo a mirar el
arroyo que bajaba furioso desde lo alto, el deshielo y las lluvias habían
producido su máximo nivel, pero aún así no desbordaba, como si manos invisibles
guiaran su derrotero hacia el lago y luego hacia el océano. Por un instante
pensó que jamás el hombre tendría esa libertad que tienen las aguas, esas
mismas aguas que él estaba mirando pronto serían observadas por gente de su
pueblo. Se dijo ¡Basta! Siguió su camino, un viejo Renault lo cruzó, se
estremeció, era el cabo Gómez, esa mierda era infaltable en la casa de Doña
Catarina de Ouro Preto , ma sí, lo ignoraría, esta era su noche, quería estar
con Jacqueline, estar con ella era poseer el océano, oscuro, frío, tumultuoso,
era embriagarse de algas y montar estrellas de mar, era conectarse con la
inmensidad del desierto de hielos, con los volcanes siempre en acecho. Su piel
era como la suya, hecha de tierra dolida, olor a copihue y sabor a soledad. Doña Catarina siempre lo distinguía con
Jacqueline, esa mujer parecía comprender todo, su mirada chispeaba de hondura y
picardía, tenía un instinto casi animal para captar los deseos de sus clientes
¿ Qué vientos la habrían traído a la Patagonia ?¿ No extrañaría su tierra cálida y
alegre? Que misterioso era el destino de algunas personas. La última parte de
la cuesta era brava pero ágil y con todo su cuerpo expectante no sentía la
subida, ni bien llegara un pisco le haría reponerse del frío y el esfuerzo.
Sonrió, esto no era nada al lado de su huida por la Cordillera , eso sí fue
terrible, sin comida, alerta como animal perseguido por sus cazadores, el frío,
la oscuridad de los bosques y la mente ocupada con un solo mandato,
huir... huir. Recordó cuando llegó a
estas tierras ¡Cuánto agradecimiento
sentía por sus amigas que lo refugiaron en su hogar! Los días pasaron
vertiginosos, cuando la cosa se fue calmando y se pudo organizar lo asechó la
nostalgia, se le metió en las tripas y ahí quedó. Era como un parásito que le
roía el alma, mañana y noche, mañana y noche, muchas veces sucumbía a su poder
y lo alimentaba con poemas, canciones, recuerdos, otras lo quería ahogar con
pisco, pero nada, solo quedaba su joven cuerpo achacado por la borrachera y la
nostalgia seguía ahí, oprimiéndole el pecho.
Iba a
ser un mes que no venía donde Catarina de Ouro Preto. Esas
Noches eran
como un reposo para los recuerdos, pareciera que lograba vencer por unas horas
al monstruo que lo carcomía, quizás lo exorcizara la nostalgia melodiosa de los tangos o las
románticas canciones de Leonardo Fabio, ese sí que le gustaba.
Al
entrar el humo de los cigarrillos lo golpeó, cosa rara en él que las tenía
todas, no le gustaba fumar. Entre la niebla se destacaba el decorado rojo y las
lámparas adornadas con espejitos de colores que transmitían una luz macilenta
pero suficiente como para ver las
muchachas con vestidos que de tanto en tanto destellaban algún brillito de
dudosa calidad. El tocadiscos desgranaba la voz plañidera de Fabio que como un
alegato al destino le decía a su amada que había sido suya en verano. Sentada
en un sillón de raído terciopelo violeta, estaba Catarina de Ouro Preto que con
un abanico ostentoso, disipaba el humo y el calor de su cara transmitido por el
cercano hogar repleto de leña ardiente. El grueso maquillaje ocultaba su tez morena, como si quisiera ocultar su
mestizaje, pero su porte altivo, su rodete
sanguinolento y sus joyas baratas, producían lo que ella se proponía,
impactar como lo que era, la madama de La Casa De La Colina. Ni bien vio a
Joaquín lo llamó con una seña cómplice. Quería a ese exiliado, se reconocía en
él, excepto que la Doña
disimulaba el rictus con el rojo de sus labios y el rubor en las mejillas
carnosas. Joaquín se acercó y se sentó a su lado, pidió un pisco y se relajó.
Catarina charlaba sin cesar y sus ojos
retintos titilaban de una cierta ternura alcohólica. Jacqueline ya vendría,
estaba con un cliente. Algunas parejas salieron a bailar un tango, todo el
espacio estaba envuelto de olor a sexo y desesperanza. Al rato la vio bajar por
la estrecha escalera que llevaba hacia los cuartos. Estaba desaliñada y
llorosa, Joaquín se levantó como un resorte y corrió hacia ella .-¿Qué té
pasa? Abrazó a la frágil joven.- No te lo puedo contar Joaquín, ya pasará.- No
vení, bailemos y contame. Se metieron
entre los otros bailarines, ella se sentía agobiada, él quería poseerla ahí
mismo, había esperado tanto esos momentos, sus piernas se entrelazaban
siguiendo el ritmo del tango, le acarició la cabeza mientras la miraba —Contame
Jacqueline. —Ese animal... es un castrado, necesita la violencia—dijo sollozando. De
pronto se quedó atónita mirando hacia la escalera, Joaquín se volvió. El cabo
Gómez los estaba observando, su rostro furioso mostraba las mejillas lastimadas
y su mirada... esa mirada que él conocía. Todo ocurrió en un segundo, el brillo
de la hoja del cuchillo buscó el tierno pecho de la joven y él se interpuso.
Sintió un caliente y dulce flujo que salía de su vida y se sintió caer, como en
cámara lenta. El silencio humano era total, solamente la voz del disco ignoraba
el drama “Ya nunca me verás como me vieras, recostado en la vidriera...
esperándote...” Los aterrados rostros de Jacqueline y Catarina de Ouro Preto
parecían mirarlo desde un abismo oscuro, lejano, sin retorno. Joaquín
Ibañez tendido en el piso del prostíbulo
creyó estar sonriendo, esa noche brillante de Agosto en la que etéreas plumas
de nieve iban cubriendo finamente las calles y los techos del pueblo, espiadas
por algunas estrellas rebeldes que parecían expulsar lágrimas de luz. Se vio
elevar y volar como un águila allende la cordillera, deslizarse como planeando
por la larga y estrecha lonja de su herida tierra, consolada por las aguas del
mar. Creyó que sonreía, pero su boca era un rictus como si señalara un camino
hacia la eterna libertad.
ACLARACION: Los personajes son el resultado de la
imaginación del autor, cualquier coincidencia con personajes reales es producto
de la casualidad
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