UN PIEDRA EN
EL DESIERTO. Ana María Manceda
El viento ardiente
esparce la arena, mientras el sol dibuja en la atmósfera millones de
pequeñísimos arcoiris con las partículas danzantes. De pronto la quietud
y el silencio. Un pequeño insecto, cuyo color se confunde con el paisaje,
deambula entre las olas de arena, sorprendido observó un obstáculo, para él una
montaña, decidido comenzó su ascenso de manera pertinaz. Al llegar a la cima
buscó una estrategia y finalmente se deslizó hacia el mar dorado.
En ese espacio desolado el tiempo cobra otro ritmo, la temperatura no encuentra
escollos civilizados y baja a medida que la luna se va desplazando en su
nocturno viaje. La piedra, estática durante el día, se encoge durante la noche,
como respuesta a la crueldad climática.
En esos días sin horas, un guerrero montado en su negro caballo, cruza veloz,
su cuerpo y cara protegidos evita el ardor de la arena. Sus armas en la espalda,
su mente en la guerra. Las patas del animal tropiezan con una piedra pero
sigue su camino, luego todo sigue igual.
Un
mercader fatigado va junto a su camello cargado de valiosas mercancías. Los
cálculos monetarios que realiza pensando en las ventas que realizará en
el pueblo del próximo oasis, lo estimulan a seguir el viaje. Mira de reojo a la
piedra, es rara, no brilla, no tiene ningún valor, ni siquiera para adorno.
Siempre
el sol presente y el aire que quema. Llega hasta la piedra un sabio. Éste
recorre el desierto una vez al año con la esperanza de encontrar una señal
divina, una revelación. Al sentarse observa la quietud de la pequeña roca, el
viento sopla suave, aún así provoca el desplazamiento de las dunas de arena. Luego
de varias horas de reflexión concluye que ese cuerpo, ¿Inorgánico? No se
mueve, a pesar de ese universo donde todo es movimiento, debe ser por algún
mandato divino y debe quedar ahí.
Las estaciones se suceden, pero en esos paisajes, las
variaciones de solsticios y equinoccios apenas se detectan, el sol es el mago,
sus juegos de luces son los que descubren los cambios. En dirección hacia el
pueblo se acerca un jinete, es un guerrero malherido, las patas del animal
atropellan la piedra, ésta no se mueve, sólo parece estremecerse ante las gotas
de sangre que caen sobre ella.
Una tarde, en la que el desierto agoniza en
llamas, llega una mujer cuyo cuerpo y rostro delatan un gran sufrimiento,
agotada se deja caer en la arena y rompe en sollozos. Las lágrimas caen
sobre la piedra, exangüe se adormece. El sol está en camino e ocultarse,
la temperatura comienza a bajar, la mujer se despierta, le parece haber vivido
una pesadilla, pero no, su marido, el guerrero, ha muerto. Súbitamente queda
asombrada al mirar la piedra, ésta se había abierto en una perfecta simetría,
transformándose en una bella flor. Le pareció una imagen esperanzadora, en
medio de la aparente nada, sobrevivía ese extraño ser.
En el horizonte comienza a divisarse el
brillo de las estrellas, la arena se iba vistiendo de opacidad. La flor luego
de eternizarse comenzó a desaparecer en la piedra quieta. La mujer, solitaria
en su camino, retorna a su casa con una certeza; lo aparente no es lo real
y cuidará amorosa su jardín de rocas.***
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