Hablemos
ahora (y será nuestro último asunto) sobre esa convicción que exigen tanto la
prosa como la poesía. En el caso de una novela, por ejemplo (¿y por qué no
podríamos hablar de novela cuando hablamos de poesía?), nuestro convencimiento
radica en que creamos en el personaje principal. Si nos resulta creíble, todo va
bien. Yo no estoy –y espero que esto no les parezca una herejía– demasiado
seguro de las aventuras de don Quijote. Desconfío de algunas de ellas. Creo que
probablemente algunas son exageradas. Estoy casi seguro de que, cuando el
caballero hablaba con el escudero, no urdía aquellos largos y estereotipados
discursos. Sin embargo, esas cosas no importan; lo verdaderamente importante es
el hecho de que yo creo en el propio don Quijote. Por eso libros como La
ruta de don Quijote de Azorín, o incluso Vida de don Quijote y
Sancho de Unamuno, se me antojan irrelevantes en cierta medida, pues se
toman las aventuras demasiado en serio. Mientras que yo creo realmente en el
propio caballero. Incluso si alguien me dijera que jamás han sucedido esas
cosas, yo seguiría creyendo en don Quijote como creo en la personalidad de un
amigo.
Tengo
la suerte de contar con muchos amigos admirables, y de ellos se cuentan
múltiples anécdotas. Algunas de esas anécdotas –lamento decirlo, estoy orgulloso
de decirlo– las he inventado yo. Pero no son falsas; son esencialmente
verdaderas. De Quincey decía que todas las anécdotas son apócrifas. Yo creo que
si se hubiera entretenido en profundizar más en el asunto habría dicho que son
históricamente apócrifas pero esencialmente verdaderas. Si se cuenta una
historia sobre un hombre, entonces esa historia se parece a él; esa historia es
su símbolo. Cuando pienso en queridos amigos míos como don Quijote, el señor
Pickwick, el señor Sherlock Holmes, el doctor Watson, Huckleberry Finn, Peer
Gynt y otros por el estilo (no estoy seguro de tener muchos amigos más), siento
que los hombres que escribieron esas historias contaban cuentos chinos, pero que
las aventuras que desarrollaron eran espejos, adjetivos o atributos de esos
hombres. Es decir, si creemos en el señor Sherlock Holmes, podemos mirar con
irrisión al sabueso de los Baskerville; no tenemos por qué temerle. Por eso digo
que lo importante es que creamos en un personaje.
En
el caso de la poesía, podría parecer que hay alguna diferencia, pues el escritor
trabaja con metáforas. Las metáforas no exigen ser creídas. Lo que
verdaderamente importa es que pensemos que responden a la emoción del escritor.
Yo diría que con eso basta. Por ejemplo, cuando Lugones escribió que la puesta
de sol era violento pavo real verde, delirado en oro», no hay que preocuparse
por el parecido –o, mejor, la falta de parecido– entre el ocaso y un pavo real.
Lo importante es que se nos ha hecho sentir que Lugones, impresionado por el
ocaso, necesitó esa metáfora para transmitirnos sus sensaciones. Esto es lo que
yo entiendo por convicción en poesía.
Jorge
Luis Borges
Pensamiento y poesía
Arte
Poética
Foto:
Jorge Luis Borges
Raúl Urbina / Getty Images
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