‘Patrimonio’: Phillip Roth inédito
Este texto está incluido en el volumen '¿Por qué escribir?', que llega a las librerías españolas este jueves
La persona que debería estar aquí hoy recibiendo un premio honorífico de la New Jersey Historical Society no es el autor de Patrimonio, sino el objeto de estudio en Patrimonio, mi padre, Herman Roth, cuya residencia en Nueva Jersey no acabó como la mía después de menos de dos decenios, sino que se extendió sin interrupción desde su nacimiento en el Central Ward de Newark en 1901 hasta su fallecimiento en un hospital Elizabeth 88 años después, y que, casi la mitad de ese tiempo, vendió seguros de vida desde que empezó como agente en los años treinta en Newark, pasando por los años cuarenta, cincuenta y sesenta, en que fue director en Union City, en Belleville, y por fin en las afueras de Camden, en Maple Shade, donde se jubiló de Metropolitan Life a los 63 años. Trabajó —como hacían entonces los vendedores de seguros de vida— tan íntimamente como un médico de cabecera o un trabajador social con todas las clases y categorías étnicas del norte y el sur de Nueva Jersey, habló durante casi 40 años con miles de familias de asuntos de vida o muerte con las palabras más duras y humanas posibles (“no pueden ganar”, me decía mi padre, “si no se mueren”), llegó a tener una familiaridad con las vidas cotidianas de los ciudadanos de este Estado que supera con mucho la mía y que un novelista realista oriundo de esta región no puede sino envidiarle. No dudaría en colocar su enciclopédico conocimiento de la Newark de antes de la guerra a la altura de la desbordante percepción de James Joyce del Dublín que retrata con tanta exactitud en sus obras de ficción.
Fue el vendedor de seguros y no el novelista quien llegó a conocer, a partir de una amplia experiencia personal, con sus peculiares discernimiento e inteligencia práctica, la historia social de Newark, la mayor y, en los años en que mi padre estuvo empleado allí, la más animada y productiva ciudad de Nueva Jersey; a conocerla no solo barrio por barrio, ni siquiera edificio por edificio y casa por casa y piso por piso, sino puerta por puerta, vestíbulo por vestíbulo, escalera por escalera, cuarto de calderas por cuarto de calderas, cocina por cocina. Es él y no yo quien conocía de manera palpable la historia viva de su población, si no en todos los detalles, al menos —en los años en los que pasaba fuera todo el día y muchas noches cobrando las primas sobre las pólizas que vendía, a veces solo un cuarto de dólar a la semana en las familias más pobres— nacimiento a nacimiento, fallecimiento a fallecimiento, enfermedad a enfermedad, desastre a desastre. Fue él y no yo quien, gracias a un trabajo que lo llevaba a diario a los hogares de la gente, por humildes que fuesen, se convirtió en una especie de urbanólogo aficionado de la ciudad de Newark, un antropólogo sin cartera de un extremo a otro del Estado, y es por la prodigiosa importancia de este logro, por su implicación nada común en la respiración y la profundidad de la existencia cotidiana de las vidas aparentemente insignificantes de una ciudad dura, por lo que me gustaría aceptar este premio en su nombre. Entre 1870 y 1910, a una próspera ciudad industrial de 100.000 habitantes —una población de habla inglesa en su mayor parte— llegaron para instalarse en Newark un cuarto de millón de inmigrantes extranjeros, italianos, irlandeses, alemanes, eslavos, griegos y judíos, unos 40.000 judíos del este de Europa. Entre ellos se encontraban mis jóvenes abuelos, Sender y Bertha Roth, que no tenían un céntimo. Mi padre, nacido en 1901, fue el primer hijo que tuvieron en Estados Unidos, el hijo mediano de un total de siete, seis niños y una niña, y gran parte de su vida ocupó ese lugar. Manejarse desde el medio, entre las imposiciones del pasado, encarnadas por las costumbres y valores de sus padres de habla yidis, y las expectativas del futuro, articuladas en el modo mismo en que educaron a sus hijos estadounidenses, se convirtió no solo en su tarea, sino en el objetivo de una generación de hijos de emigrantes nacidos más o menos con el nuevo siglo en un mundo nuevo, una generación de la que solo sobreviven unos pocos.
“A los hijos de inmigrantes se les hizo sentir inferiores, ignorantes, torpes, rudos, intelectualmente obtusos”
En cierto sentido todas las generaciones estadounidenses son generaciones intermedias que se mueven entre las lealtades heredadas al nacer y los requisitos de una sociedad en radical transformación. El esfuerzo de luchar desde el medio, de ser responsable con los vínculos de nuestras propias lealtades e impedir que desaparezca el antiguo modo de vida —sobre todo en el dominio de la moralidad— mientras al mismo tiempo dejamos a nuestros hijos en una sociedad exigente, prometedora e incluso amenazante en un sentido nuevo e incierto, tal vez sea la quintaesencia de la batalla cultural norteamericana que produce las clásicas colisiones familiares. No creo que muchas generaciones hayan experimentado con mayor agudeza los conflictos inherentes a esta lucha —y el arsenal de humillaciones y reveses desencadenados por los intimidantes antagonistas— que la generación nacida de esos progenitores emigrantes recién llegados en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial.
“Asimilación” es una palabra demasiado suave, e implica demasiadas connotaciones negativas de deferencia, sumisión y componendas, y de una historia no lo bastante cruda para describir este proceso de negociación por el que tuvieron que pasar mi padre y otros como él.
Su integración en la realidad estadounidense fue más dura y más compleja; fue una convergencia doble, algo similar a esa extracción e intercambio de energía que llamamos metabolismo, un vigoroso intercambio en el que los judíos descubrieron Estados Unidos y Estados Unidos descubrió a los judíos, una valiosa fertilización cruzada que produjo una amalgama de rasgos y características que supusieron nada más y nada menos que la fructífera invención de un nuevo tipo de norteamericano: el ciudadano formado por una fusión de costumbres y lealtades, no del todo perfectas en su diseño, y no sin dolorosos puntos de fricción, pero que proporcionaba, en el mejor de los casos (y ese fue claramente el caso de mi padre) un marco mental constructivo que irradiaba vitalidad e intensidad: una matriz densa y agitada de sentimientos y respuestas. Gran parte de la generación de la que hablo apenas fue a la escuela ni tuvo una educación. En esos años del cambio de siglo cuando en la ciudad vivían dos veces más emigrantes recién llegados que oriundos de Newark, el 70% de los escolares —y dos tercios de los escolares de Newark eran hijos de emigrantes— no pasó de quinto curso. Mi padre era uno de la élite que llegó hasta octavo antes de dejar el colegio para ponerse a trabajar el resto de su vida.
A diferencia de la que sería la vivencia de sus hijos —mi generación—, su educación se produjo no en el aula, sino en el puesto de trabajo. Fue en el trabajo donde se modelaron sus puntos de vista y de donde sacaron su conocimiento primario del mundo norteamericano. El lugar de trabajo —la destilería, la curtiduría, los muelles, la fábrica, el mercado, el edificio en construcción, la tienda de telas, el carrito ambulante— no era necesariamente el ambiente ideal para librarse de los prejuicios, para aumentar las propias simpatías o favorecer nuevos hábitos, prácticas y formas de comportamiento que reemplazaran a aquellos que de pronto, y de forma cada vez más chirriante, se habían vuelto inútiles, restrictivos o, con el tiempo, sencillamente raros. Pero aun así fue allí donde empezó la acreción, identidades norteamericanas nuevas y desconocidas engendradas no por las escuelas, los profesores y los libros de texto cívicos, y desde luego no por programas educativos en estudios étnicos, sino conformadas de manera espontánea, extemporánea —aunque no sin emociones y errores, sin rabia y golpes, sin aguante, resistencia, lágrimas y afrentas— por la agitada y tangible mutabilidad de una ciudad próspera. El hombre o la mujer en el medio se lleva los golpes de ambos lados. Primero a estos hijos de la generación inmigrante se les hizo sentir inferiores a los locales, ignorantes en cuestiones sociales, torpes, rudos, y, lo que es peor, se les hizo sentir obtusos e intelectualmente inferiores a los hijos por quienes habían soportado todo eso. Pero ¿cómo eliminar esa brecha sino mediante la universidad? En virtud del elixir conocido como “una buena educación”, proporcionada y protegida por nuestros diplomas y títulos, completamos los variopintos procesos de americanización.
Antes de morir en mayo, Philip Roth dejó preparada la edición definitiva de sus ensayos y discursos
Lo que se inició cuando mi abuelo, educado para ser rabino, empezó a trabajar a finales del siglo XIX en una fábrica de sombreros de Newark concluyó cuando yo recibí mi título de graduado en Literatura Inglesa en la Universidad de Chicago a mediados del siglo XX. En tres generaciones, en unos 60 años, en muy poco tiempo, lo habíamos conseguido: apenas nos parecíamos en nada a como éramos cuando llegamos aquí. Desde un punto de vista histórico, nos habíamos convertido, gracias a una fuerza impulsora primaria norteamericana, en seres nuevos e irreconocibles reconstruidos casi de la noche a la mañana. Así se desarrolla, en su nivel más habitual, el drama acelerado de nuestra historia, que cambia lo que es en lo que no es y esclarece el misterio de cómo llegamos a ser como somos.
Espero que estas breves palabras les aclaren por qué quisiera recibir este premio en nombre de mi padre, que murió hace ahora tres años. En una vida como un hombre asediado en el medio, aquí, en Nueva Jersey, llevó a cabo la lucha de consolidación que definió la existencia de una generación hoy casi desaparecida cuya presencia familiar en Estados Unidos apenas ha cumplido los 100 años. Él lo merece más que yo. Como cronista de Newark, tan solo me he alzado sobre sus hombros.
Discurso de aceptación del New Jersey Historical Society Award, pronunciado el 4 de octubre de 1992. Se incluye en ‘¿Por qué escribir? Ensayos, entrevistas y discursos (1960-2013)’, de Philip Roth. Traducción de Ramón Buenaventura, Jordi Fibla y Miguel Temprano García. Literatura Random House, 2018. 576 páginas. 23,90 euros.
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