Alcancé a plantar la última
primavera en el macetero cuando comenzó a llover, las montañas quedaron
desdibujadas por el telón acuoso y ya no podía disfrutar del verde intenso de
los bosques, para mi sorpresa, se infiltraban entre las gotas, incipientes
copos de nieve que pugnaban por armarse y dominar la precipitación. Estábamos a
fines de septiembre, en el pueblo creíamos que ya había caído la última nevada,
pero la naturaleza sigue sus códigos, suspendo las tareas en el jardín y entro
a la casa, debo prender las leñas del hogar, el frío comienza a sentirse.
Disfrutar de un café, mirar
televisión, pequeño recreo, en pocas
horas estará la familia reunida y debo dedicarme a las tareas comunes.
─Mami, la maestra te mandó un
comunicado, debés firmarlo.
─Querida, mi camisa gris la necesito
para el jueves, tengo reunión.
─No quiero tomar más sopa, estoy harto.
─Planifiquemos el fin de semana largo,
quizás un breve campamento.
─¡Basta de rutina, relax, relax…!
Pero mi estado de relax
salta como un resorte, en la pantalla está la imagen de un hombre, un profesor
en ciencias políticas español que visita la Argentina , su nombre
produce mi conmoción. ¡José Carlos! Mi
mente comienza a desandar por un túnel que me lleva a recuerdos de la infancia.
Eran épocas de posguerra,
una mañana en la cual el viento proveniente del río traía anuncio de lluvias
estivales, el barrio se vio alborotado. Habían estacionado camiones del
ejército en el “ campito” que algún día sería plaza, de ellos comenzaron a
bajar familias de inmigrantes. Era un acontecimiento extraordinario, los
vecinos salían a las puertas de sus casas a observar el suceso, los más chicos
cruzamos las calles y nos metimos en el “campito” para ver de cerca todo lo que
ocurría. Se veían personas de todas las edades,
hablaban distintos idiomas. De ahí en más la vida de ese barrio platense
cambió totalmente.
Al estar de vacaciones
podíamos disfrutar desde la mañana temprano el movimiento de los extranjeros.
Yo los espiaba desde el dormitorio de mis padres cuya ventana daba a la calle,
tenía un mirador envidiable. Por la tarde me cruzaba al campamento que habían
levantado los nuevos y exóticos vecinos. Antes de hacerlo arreglaba mi pelo con
más esmero y robaba un poquitín de perfume a mi madre, tenía doce años, los
chicos inmigrantes me parecían hermosos. Algunos eran introvertidos, otros más
sociables, nos fuimos haciendo amigos. Con las chicas de mi edad jugábamos a
las figuritas, cara o seca, y a las muñecas. Entre todos a la rayuela,
escondidas, mancha venenosa o “Farolera Tropezó”. Si por alguna causa no
cruzaba me llamaban _¡Rita...Rita! y yo
salía presurosa con mis figuritas, las trenzas recién hechas por mi mamá y el
corazón palpitante de ilusiones.
Predominaban españoles, vascos franceses y portugueses.
Los vascos eran los más bellos, los veía inalcanzables más aún cuando hablaban
un idioma tan diferente al nuestro. Cada familia vivía en grandes carpas pero
al poco tiempo comenzaron a construir sus propias casas sobre terrenos que el
gobierno les había adjudicado, cercanos a la plaza. Eran muy trabajadores y
hasta los niños colaboraban en la construcción de sus futuros hogares. ¡ Cómo
me cautivaba verlos en su rutina! Las mujeres lavaban la ropa en bateas y las
fregaban con cadenciosa energía mientras entonaban canciones de sus terruños.
Me sorprendía ver tomar el vino en un objeto de cuero que lo llamaban bota. Don
Ramón, el portugués, comía fideos al pesto y tomaba el vino de esa manera. Aprendí
muchas costumbres, entre ellas la de bailar la jota aragonesa, y no dudo que
ellos aprendieron tradiciones nuestras, el mate era un ritual que lo asimilaron
de manera entusiasta. Valoraban sobre manera lo que obtenían, eran muy
ahorrativos, esto les daba un ligero aire de superioridad respecto a nuestras
costumbres, no podían creer la cantidad de alimentos que ingeríamos. ¡Nuestros famosos asados! Fue una época muy
feliz. Luego de la cena, en las noches de verano de calor abrumador, nuestros
padres nos dejaban jugar hasta tarde, a esa hora preferíamos jugar a las
escondidas, la noche participaba cómplice de nuestros refugios.
¡Rita! Época de sueños, rasguños a un futuro inventado, mejillas coloradas y
oleadas de sensaciones nuevas en el cuerpo. Sentido de vergüenza, la religión
implacable con su dedo acusatorio respecto a esas sensaciones. Culpas, culpas.
Pero la vida siempre gana. La intensidad de la vida.
La plaza tenía luz en las
esquinas y como era de una manzana de extensión, predominaba la oscuridad, cada
carpa tenía sus propios faroles. Recordando las imágenes de ese pasado se me
ocurren que eran mágicas. Las noches
estrelladas en las que reinaba la
Cruz del Sur, era para los inmigrantes la realidad que les
señalaba el cosmos de encontrarse al sur del planeta y tan lejos de sus
patrias. Miles, miles de luciérnagas danzaban alrededor de nuestras correrías.
Gritos, risas y silencios. Cuando la lluvia acechaba se sumaban a nuestro
juvenil alboroto el canto de los grillos y el croar de las ranas. Durante
nuestro escondite, el silencio dejaba escuchar nostálgicas castañuelas o dulces
melodías portuguesas.
¡ Cómo que no se ve La Cruz Del Sur!
¡ Y las Tres Marías tampoco?
- ¿Qué constelaciones se ven en el
Hemisferio Norte?
Con el tiempo me incliné hacia la
amistad de un “Galleguito” que en realidad era de la zona de Valencia. Contaba de su hermosa ciudad de
Alicante, el mar Mediterráneo, el Monte
Benacantil con su castillo de Santa Bàrbara, los Festejos en las noches de San
Juan con sus hogueras durante el solsticio de verano, los fuegos artificiales,
la tarta de atún que comían para la ocasión, fiestas cuyos orígenes se perdían
en la noche del tiempo. Yo quería estar todo el día con él, José Carlos era el
más serio del grupo, tenía quince años y una belleza enternecedora. Su piel de
nácar resaltaba sus grandes ojos negros y el gracejo que tenía para hablar me
tenían en un estado de éxtasis. Una de esas tantas noches jugábamos a las escondidas, pero las reglas
del juego, supongo que lo decidimos pícaramente, era hacerlo por parejas. Yo,
embriagada de vida, me adorné el pelo y la frente con luciérnagas y en los dedos
lucía anillos de falsos diamantes. Estaba iluminada, las estrellas habían
descendido para embellecer mi felicidad. Así, radiante de la mano de mi
príncipe extranjero, corrimos a escondernos. Nos arrodillamos, entre unos
pastos altos que crecían a la vera de la calle cuyas flores exhalaban un perfume
exquisito, nos miramos, fueron instantes sagrados, los sentimientos quedan
paralizados, es como una foto del alma. El mundo seguía su movimiento y
nosotros ahí, atrapados en las redes del espacio y el tiempo ¡ Flasch! y te marca para toda la vida. ¡Doce y quince
años! y la Cruz
del Sur, las luciérnagas y la vida que seguirá
de manera inexorable su camino. Nos tomamos de las manos sin hablar, de
pronto me abrazó y se puso a llorar. En ese momento comencé a dejar el juego de
la niñez para andar por otro sendero, el más espinoso, es el camino en el que
juegan los adultos y así como destrocé luciérnagas para adornarme, así
destruyeron los adultos nuestro mundo de
niños. Es la guerra, es el hambre, José Carlos me contó por la tragedia que
había pasado con su madre durante la Guerra Civil Española, la lucha, la dictadura de
Franco. Lograron llegar a América , cobijados por su tía, que era mi vecina, pero
sólo pensaban en regresar, su padre estaba preso, fue combatiente republicano.
Y así lo hicieron, nunca más supe de él hasta hoy.
Y la niñez se fue y las
noches del estío, en la ciudad de La
Plata , iluminadas por las luciérnagas y la Cruz del Sur y nosotros,
maravillosos niños arrodillados, quedaron para siempre.
Mi piel tensa y húmeda por
la emoción sintió un escalofrío, tenía su imagen de hombre ante mí. José Carlos pudo triunfar sobre su dolor, me
sentí feliz de haber sido un pequeño eslabón en una etapa maravillosa de la
vida.
Sentí pasos sobre la nieve
acumulada en el jardín de este lugar patagónico. Con lágrimas en los ojos me
levanté para espiar por la ventana el arribo de mi familia, la que armé con el
hombre que fue mi compañero del espinoso camino, el de la lucha cotidiana, con
el que juntos sufrimos los dramáticos sucesos, aquí también ocurrieron, de este
difícil, solidario, inmaduro, ultrajado,
bello país que se encuentra bajo la Cruz del Sur.***
“LAS LUCIERNAGAS DE LA CRUZ DEL SUR” ANA MARÍA MANCEDA. SAN MARTÍN DE LOS ANDES.En Inmigración, Arte y Cultura ( Buenos Aires); Revista Perito ( Alicante, España) Y Revista HONTANAR,Australia.
Me ha resultado de mucho gusto, amiga.
ResponderEliminarBeso
Gracias José, saludos desde la Patagonia argentina
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