promenade of automne.Mihai Criste
La tarde tibia y luminosa era
una fiesta. Ya se sentía en el aire el
típico olor a azahares y los gorriones aturdían desde la arboleda de la calle siete.
Octubre en La Plata ,
Anouk iba hacia el encuentro de Michael, estos nombres la divertían, había sido
una propuesta del profesor de la Alianza Francesa
que cambiaran sus nombres por seudónimos
franceses, ellos aceptaron. Michael estaba esperándola en el Café, sentado en una de las mesas de la
vereda, con sus ojos verdes chispeantes de picardía, como asegurándole otro
encuentro divertido. Se saludaron y la tarde estalló de primavera. Tenían que
repasar lecturas y memorizar poesías; Sartre.. .Jacques Prévert. Las risas
interrumpían los estudios como
compitiendo con el bullicio que producían los gorriones. En un momento de extraño silencio la mesa se fue oscureciendo,
toda la energía fluía en cámara lenta. Una sombra se interponía entre el sol
del atardecer y la mesa repleta de libros, cafés, puchos y las juveniles
siluetas. Levantaron la vista; altanera, inmensa, doña Teresa los miraba desde su altura de
matrona adinerada, envuelto su gordo cuello
con cadenas de oro. Una niña de unos doce años, de aspecto humilde,
estaba a su lado, haciendo equilibrio con los paquetes de las compras de la
doña. Saludos corteses, miradas huidizas y ahí partieron la matrona y
su pequeña víctima. Ni bien se alejó la extraña pareja, la risa estalló
entre los amigos, luego prosiguieron sus lecturas. Llegando a la Alianza reconocieron a lo
lejos la figura alta y con tendencia a
la obesidad de Amelie. La querían mucho, era una treintañera con mohines de
adolescente, solidaria y buenaza. Amelie los esperaba ansiosa, necesitaba de
ellos, eran su salvación, ese fin de semana organizaría un té en su
departamento del cual sería invitado especial el hombre por el cual, según
ella, estaba rechiflada. Alberto era
maestro, morocho y ayudante de un cura en una villa de emergencia, su madre,
doña Teresa, lo detestaba. Si ellos iban ayudarían a Amelie a distraer a su
madre y aflojar tensiones. Por supuesto los amigos aceptaron, no sin gastarle
bromas y pidiéndole la tarta de frutillas de la cual Amelie era especialista.
Llegaron cuando el sol jugaba a esconderse
tras la fronda de los tilos. No quisieron esperar el ascensor, subieron los dos
pisos tomados de la mano, entre saltos y comentarios risueños. En un momento
Anouk sintió como que algo la afligía, giró la cabeza hacia atrás y le pareció
percibir que una sombra grotesca iba hundiendo los escalones por ellos pisados,
fue un segundo, la angustia desapareció al llegar al elegante departamento. Al
sonar el timbre abrió la puerta la chiquilla-víctima. Los jóvenes amigos miraron
con ternura a la patética presencia vestida con delantal y cofia de puntillas,
entraron a la sala donde se serviría el té. Como siempre estaban tentados por
la risa, pero debieron admitir en su fuero íntimo que el departamento estaba
decorado con muy buen gusto, donde se mezclaban objetos antiguos y modernos de
alto valor. Se sentaron e inmediatamente entró doña Teresa, elegante,
dominante, en su mano portaba una campanilla de plata, sus dedos estaban
adornados con anillos de oro, uno de los cuales lucía un zafiro cuyo brillo
azulado parecía querer hipnotizarlos. Al sentarse hizo sonar la campanilla,
como aparecida de la nada llegó la chiquilla con masas y confites. Al rato
arribó Alberto y Amelie radiante salió a recibirlo. Su atuendo escapaba del buen
gusto dado el tipo de invitados y la hora de la reunión, el vestido de lamé resaltaba su gruesa figura, pero su
cara parecía competir con el brillo de la tela, irradiando una luz que solo
provoca el amor.
Alberto, de manera apasionada, comentaba
los problemas sociales de la villa. Anouk pensaba que a pesar de las ricas
tortas, la suave melodía, la elegancia del lugar y algunas risas de compromiso,
era un sufrimiento estar en esa jaula de oro de atmósfera surrealista. Con
Michael aceptaron una copa de Jeréz, milagrosa bebida que aflojó un poco la
tensión que fluía en el lugar. De pronto, Alberto, siempre espiado,
despreciado, por la mirada atenta de doña Teresa, comenta que pidió una
licencia de seis meses en el colegio para acompañar al Padre en un trabajo
social en el Noroeste. Pobre Amelie, se
apagó, se marchitó y su madre se iluminó. La fiesta no daba para más, Alberto
se despidió, con un dejo de dignidad Amelie lo acompañó hasta el ascensor, cuando
regresó parecía destruida. Los amigos aprovechaban para retirarse pero su compañera les pidió que se
quedaran un rato más_ Les traigo los poemas de Prévert, ya vuelvo.
Otra copa de Jeréz y la
charla se hizo amena; películas, actores, pinturas. El tiempo pasó, Amelie no
regresaba. La niña fue enviada a buscar a la señorita, sus compañeros ya se
retirarían. Un chillido de terror invadió la casa, corrieron hacia el interior,
la chiquilla estaba al lado del ventanal que daba por medio de un balcón hacia
la calle, se fueron acercando. Anouk, asustada, se aferraba al brazo de su
amigo. La doña, que había llegado primera al balcón, se balanceaba como una
masa sin sentido. De una de las ramas más gruesas de un añoso Tilo, pendía el
cuerpo ahorcado de la desgraciada Amelie. Una atmósfera de irrealidad rodeaba a
la escena, lo único que escapaba de la tragedia eran las frondas de los árboles
que se tocaban por el susurro de la brisa, dejando pasar las luces de neón que
iluminaban la silueta inerte de Amelie.
Pasaron los años, otra
juventud, otras sombras recorren la calle siete, pero siempre en cada primavera
resurge el canto de los gorriones que habitan su arboleda, como festejando
juveniles risas y los sonidos fantasmales de poéticas voces que recitan poemas
de Prévert :
“...
Y después dormirnos, despertarnos, padecer, envejecer.
Dormirnos
de nuevo. Soñar con la muerte. Despertarnos, sonreir y reir
y
rejuvenecer...”***
EN ANTOLOGÍA JUNÍNPAÍS 2007
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